Nuestros caminos a la sed

"Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 16-20)

Hace poco perdí a uno de mis seres queridos. Se fue como se va de nuestra vida todo lo que podemos echar de menos: sin avisar ni despedirse. Sencillamente se fue. Por la mañana habíamos hecho planes, acariciado el futuro. Y, a la noche de aquel mismo día, mientras trataba de conciliar el sueño con mis planes, buscando para ellos el suave tacto de las sábanas, una llamada intempestiva vino a inquietar mi sueño y mi vigilia. Los dos quedaron, en el acto, sin efecto: ni el sueño para descansar ni la vigilia para despertar. Lo que roba el sueño hurta, a su vez, las fuerzas para vivir de nuevo y empezar el día.

Y así amaneció sin mí el nuevo día, quiero decir, sin que yo pudiera despertar con él porque apenas había dormido por la noche. El nuevo día llegaba y yo no estaba nuevo. Estaba allí, pero demasiado tiempo. Para empezar de nuevo necesitaba oír la voz del que enseña con su palabra y a su manera. Para empezar el día necesitaba la fuerza que la noche no me había devuelto, como de costumbre. Y la voz llegó de donde yo menos la esperaba. Pronunció mi nombre y escuché: “¿no me conoces?”. “No”, fue mi respuesta. “Recuerdo haberte visto de niño en camino a por el agua de la fuente”, escuché entonces. Yo me veía de niño en camino a la fuente pero sin advertir que alguien me estaba viendo a mí y me recordaría tantos años más tarde.

Cuando Jesús envía a sus discípulos al mundo entero el día de su Ascensión, les invita a “enseñar a guardar todo lo que les ha mandado”. Se le había dado “pleno poder en el cielo y en la tierra”, según sus propias palabras ¿Qué necesidad había, pues, de enseñar a guardar lo que bien se podía hacer cumplir? ¿No es acaso la autoridad de la fe más poderosa que la necesidad de la razón? ¿O no hay más seguridad en lo que creemos que razones para dudar de ello? Las palabras del Maestro, sin embargo, dejan en el aire la coherencia de nuestros razonamientos. Lo fuerte, lo revestido de pleno poder por la fuerza de la Resurrección, cederá ante lo débil de nuestra razón humana.

Es como un segundo abajamiento, no menos profundo que el primero, la Encarnación -el Hijo de Dios hecho hombre como cualquiera de nosotros- : en la Ascensión el Hijo de Dios hace discípulos pudiendo haber hecho súbditos, enseña a guardar pudiendo hacer cumplir ¿No es esto un abajamiento tanto más impresionante que el primero cuanto más desapercibido ha pasado a los ojos de los hombres? Si del primero hubo tantos testigos, del segundo, en cambio, habrá solo unos pocos, los testigos de la Resurrección.

Y aquí se revelan el poder y la fuerza que todos necesitamos para empezar el nuevo día, después de haber pasado una mala noche en la posada de la vida -como diría la santa de Ávila-: en la figura del que nos acompaña con sus ojos desde lejos cada vez que vamos por agua a la fuente. He aquí la misión del maestro, del educador, de todo el que se propone enseñar a vivir: acompañar hasta la fuente, esto es, hasta la sed. Y hacerlo siempre a distancia, sin ser apenas advertido, porque respetar la libertad del educando y del discípulo es necesario para que éste no se sienta súbdito y acabe un día con la opresión de su tutor y, de un solo golpe, con su propia libertad.

¡Cuántos súbditos emancipados o resignados no se cuentan, tal vez, entre los hijos de la Iglesia! ¡Qué pocos discípulos, en cambio, esperan la hora inesperada de escuchar, como yo mismo al salir del funeral por mi tía Manuela, palabras como éstas: “recuerdo haberte visto de niño en camino a por el agua de la fuente”. Verdaderamente entonces se habrá visto cumplida la promesa de Jesús a sus discípulos: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Estará Dios con nosotros en la persona del que enseña acompañando desde lejos nuestros caminos a la sed.

Volver arriba