Crisis de oración, crisis de fe

Estamos educados en ´creer que´, en lugar de ´creer en´. Nuestra crisis nace en que rezamos poco y mal dando por hecho que, a tanto esfuerzo obtendremos tanto resultado. Pero eso ya no sería amor, sino mero interés. Todo es gracia, don; la eficacia de la oración no es mercantil. Es lo más alejado a las enseñanzas de Jesús sobre la fuerza de la oración, aparentemente más lenta pero más fecunda, conforme a su hacer misterioso y transformador.

Si se me permite el simplismo, los conservadores rezan mal y los progresistas rezan poco. A todos cuesta fiarnos de esa otra “eficacia” sobrenatural que no resuelve todo según nuestras peticiones. Deberíamos cambiar la costumbre de orar sobre todo cuando arrecian los problemas. Dejemos que Dios trabaje nuestro interior a su manera incomprensible, aunque sea por las decenas de veces que se exhorta a orar en el Evangelio tomando como ejemplo a Jesús, quien no dejaba de orar al Padre incluso sin tiempo ni para descansar.

Lo cierto es que orar, hacer oración, es una práctica de minorías. Se ha convertido en algo secundario a lo que dedicamos poco tiempo al cabo del día y de manera superficial. El abandono de esta práctica disminuye la capacidad de introspección y la apertura a la alteridad amorosa. Por otra parte, algunas oraciones como la Eucaristía, tampoco nos comunica demasiado su liturgia, poco participativa porque no la vivimos como una celebración. Para colmo, entre los mayores valedores de la oración se significan sectores conservadores de la Iglesia con fórmulas y propuestas más formales que ejemplares.

Las crisis son tan inevitables como necesarias si nos renovamos sacando lo mejor de cada ser humano para vivir con mayor plenitud lo esencial: el Amor por y para lo que hemos sido creados. De hecho, no hemos venido a entender, sino a amar (Alexis Carrel dixit). Dios se sirve de todo, incluso de lo negativo y doloroso que acaece, para que lleguemos a ser lo mejor de cada ser humano.

Dios nos acompaña convirtiendo la noche en crecimiento personal. La oración en los tiempos difíciles impide caer en la tentación del desánimo, la desesperación, el abandono, la cobardía o el peligroso autoengaño. Nunca estamos solos. Dios salva.

En este contexto, la mejor definición breve de oración es abrirse a la escucha de Dios. Una experiencia de fe que como tal comunicación está sustentada en el saber más que en el sentir. Saber no implica sentir, aunque nos encantaría. Los místicos tienen honda experiencia de esto, como lo canta san Juan de la Cruz: ¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche! Abrirse al Misterio nos hace crecer como personas. Lo que significa, al menos para mí, que el verdadero poder de la oración es que nos enseña a amar mejor si rezamos bien.

El amor verdadero es siempre un movimiento hacia Dios. Nada que ver con rezar como si Dios nos debiera algo. La oración, en fin, es lo contrario al temor ¿En qué hemos convertido la Eucaristía, que no puede ser otra cosa que una alabanza entusiasta y hermanada basada en la admiración agradecida a aquél que ha realizado maravillas increíbles? Falta dejarnos sorprender por un Dios que nos sigue amando incondicionalmente hasta en nuestras peores flaquezas.

Con todo, resulta difícil rezar. Conozco a muy poca gente que le resulte fácil: las distracciones, el ambiente arreligioso, las preocupaciones, la falta de tiempo, nuestra propia manera de ser, el desaliento por no sentirnos escuchados, la sequedad interior o todas a la vez. Y encima tenemos que lidiar con la duda, la pereza y las tentaciones. Pero lo cierto es que Dios confía en nosotros más que nosotros mismos.

La perseverancia es fundamental en la oración. Los efectos ocurrirán de una manera imprevisible, única, gratuita y salvadora, de un Dios Padre que cumple sus promesas aunque no coincidan con nuestros deseos. El cardenal Manning llegó a decir que todas las experiencias humanas, en el fondo, no son otra cosa que vivencias teológicas. La oración, en definitiva, no está hecha para cambiar a Dios sino para cambiarnos nosotros. O lo que es lo mismo, el fruto principal de la oración es ser mejores personas, a pesar de las dificultades de la vida en el día a día.

Teresa de Calcuta lo expresó en una secuencia que me parece inmejorable: “El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio”.

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