Navidad, que ya llega...

La fiesta en torno a la Navidad se está quedando reducida a una manifestación sociológica del consumismo. Unas fechas que “desde siempre” habían sido festivas a lo largo y ancho del Hemisferio Norte en torno al solsticio de invierno, cuando los días comenzaban a alargarse. El invierno llegaba a su ecuador y todos pensaban que, en adelante, las cosas solo podían mejorar. Los romanos organizaban festejos en honor al sol, y desde hace dos mil años se extendió el cariz religioso de la fiesta por la venida de Dios haciéndose uno de nosotros en todo excepto en el pecado.

Lo peor es que en esta sociedad “civilizada”, las fiestas de fin de año son cada vez más tristes siendo frecuente escuchar que la llegada de las Navidades deprime y agudiza muchas soledades y “neuras” latentes durante el resto del año.

Especialmente para los cristianos, cada nueva llegada de la Navidad supone un reto a nuestras contradicciones de una fe contagiada del materialismo más pagano. Se percibe una fiesta decadente, olvidados de que este tiempo nos invita a la renovación precisamente por el acontecimiento del nacimiento de Cristo; no solo a recordarnos su nacimiento. Va más allá de una fiesta de cumpleaños: “Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón…” recordaba el poeta religioso Ángelus Silesius.

Se nos anuncia una gran alegría para todo el Pueblo, la venida del Salvador en forma de ser humano de carne y hueso, de hermano y amigo que no falla en medio de la lucha cotidiana entre el bienestar, el dinero, el poder, la seguridad, la codicia, la venganza frente a la solidaridad, la esperanza, la generosidad, el perdón o la misericordia. Un pulso siempre presente en cada uno de nosotros, como dos lobos, que ganará aquél a quien más alimentemos.

La sociedad de consumo nos quiere borrar del corazón que los regalos más importantes no se pueden comprar con dinero, empezando por el gran regalo de Dios dándonos a su propio Hijo para que aprendamos a vivir con un sentido profundo de fraternidad. Para Jesús de Nazareth es más determinante en su actuación eliminar el sufrimiento que denunciar los diversos pecados de las gentes. No es que no le preocupe el pecado, sino que, para Jesús, el pecado más grave y que mayor resistencia ofrece al reino de Dios consiste precisamente en causar sufrimiento o tolerarlo con indiferencia.

Lo sorprendente es que Jesús no actuó como un gran juez divino ni como un ser solemne revestido por atributos deslumbrantes. Al contrario, se despojó de su rango y desde su condición de carne y hueso revolucionó el reino del amor. Acogió a los pecadores sin exigirles previamente el arrepentimiento, tal como era entendido tradicionalmente, y sin someterlos siquiera a un rito penitencial, como hacía Juan el Bautista. Nos acoge tal como somos ¡todos!, pecadores a los que Dios está buscando. Por eso Jesús fue acusado de ser amigo de gente reconocida como pecadora. Su actuación era intolerable. ¿Cómo podía acoger a su mesa asegurándoles su participación en el reino de Dios a gentes que no estaban reformando su vida de acuerdo con la Ley?

Hemos endurecido las entrañas y esto se traduce en enormes dosis de indiferencia para con el Otro, vaciando el contenido, la verdad y los ritos de este acontecimiento tan entrañable. Todavía somos muchos los cristianos; deberíamos celebrar mejor la llegada de un Dios profundamente humano que decide acampar entre nosotros pero, sobre todo, salir a su encuentro, abrirnos a Él confiados en su gracia para que los prójimos puedan ver reflejada en nosotros la Luz de la Buena Nueva. Empezando por compartir en lugar de acaparar, por hacer gestos concretos de solidaridad y fraternidad.

Es el sentido de la Navidad es el que está en juego. Y a la puerta está…
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