La gran tentación

En los relatos de la Pasión y Resurrección, el evangelio lucano (Lc 23,39) cuenta una escena especialmente dura para la fe de los seguidores de aquél que dijo ser la Verdad y la Vida: uno de los crucificados le acusa directamente a Jesús de haber fracasado: ¿No eres el Hijo de Dios? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos! Estaba frustrado porque Jesús debería haber triunfado para liberarle a él y liberar de la muerte a los enemigos de los romanos.

La acusación es de alguien que se siente engañado y enfadado con este crucificado por haber fracasado, no haber sido capaz de vencer. Algo similar nos viene a decir el pasaje de los discípulos de Emaús (Lc 24 13,32) desde el lado de los seguidores cercanos a Jesús. Su decepción es la de quienes entendieron el Mensaje en forma de lucha contra Roma para liberarse políticamente de los invasores. El caso más trágico es el de Judas que, desesperado por el resultado final de lo que había hecho, desesperó y se ahorcó.

La no-violencia de Jesús y sus signos de amor fueron interpretados por casi todos como una táctica para la transformación social que echaría al invasor. Creyeron en su atípica forma de liberación, pero entendida como la eliminación del poder romano. Y quienes detentaban el poder religioso judío primaron mantener su estatus cuando vieron peligrar su liderazgo social; les importó mucho más su posición personal y político religiosa que cualquier otra cosa.

Es el Sábado Santo de la fe y su contrario, cuando nuestras expectativas frustradas prevalecen sobre el verdadero Mensaje. Naturalmente que no son equiparables las posturas de los discípulos de Emaús y la de Anás o Caifás, pero en todos subyacía una incomprensión radical de la Buena Noticia, que acaba siendo moldeada a los intereses más cercanos. El propio Jesús tuvo que luchar, también él, contra la tentación ante la aparente realidad humana de que el plan del Padre“fracasaba”ante el rechazo que padeció y desembocó en una muerte cruel e ignominiosa.

A nivel institucional, parece incomprensible que una Iglesia del siglo XXI que reconoce como Dios, Maestro y Señor a quien insistió tanto en alejarse del poder y de cualquier ostentación (hasta eligió un asno para su entrada en Jerusalén en lugar de un caballo, signo de poder), mantenga un Estado con su inmunidad diplomática y el templo principal de la cristiandad sea un edificio de una ostentosidad máxima, como es la basílica de San Pedro en Roma mientras se mantiene un ritual litúrgico frío, clericalista y alejado en sus formas al mensaje de la última Cena.  

¿Qué nos diría Jesús en nuestro particular Sábado Santo? Vemos un mundo desigual donde los poderosos ganan casi siempre, una pandemia que nos está dejando el corazón encogido y la angustia económica en muchos hogares; unos seguidores que tantas veces nos identificamos con los de Emaús... No entendemos el Mensaje porque no percibimos el éxito, como les pasaba a los amigos más cercanos a Jesús. Es la gran tentación, la noche oscura del alma, la cruz de fracaso de los tres días en los que solo reían satisfechos los malos oficiales.

La Semana Santa no acaba en el viernes ni en el sepulcro del crucificado. Tampoco nuestra mediocridad tiene la última palabra. Dios salva y, como dice Margarita Saldaña en su espléndido Pliego Salvados por la paciencia de Dios (Vida Nueva, número 3.167), la conversión supone pasar de la lógica del constructor a la lógica del cultivador con la esperanza que permite elegir la vida a pesar y en medio del acoso de la muerte. La esperanza que no es el optimismo fácil de quienes piensan que todo saldrá bien -según sus propios planes-, sino la de creer firmemente que no faltará la fuerza de la luz, la gracia para afrontar lo que suceda. En un mundo como el nuestro, transido de dolor, el optimismo barato es una salida insultante (y peligrosa porque nos acerca a la tentación del fracaso): la esperanza auténtica nos permite elegir la vida a pesar y en medio del acoso de la muerte.  

Con esta actitud humilde y solidaria, en oración paciente que escucha, el gran deseo: ¡feliz Pascua de Resurrección!

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