El hijo pródigo, el hermano y el Padre

El pasaje evangélico de este domingo viene como anillo al dedo para este tiempo final de la Cuaresma como tiempo de conversión, de cambio, de pensar en qué haría Jesús en mi lugar.

En el relato del hijo pródigo, es el corazón del Padre el que se manifiesta. Parábola que solemos llamar también del Padre y de la Madre, pues Dios, que no es masculino ni femenino, reúne todo lo mejor que existe en el ser humano. Hay que recordar a Isaías: “Como consuela la propia madre así os consolaré yo”. Igualmente en tradición sapiencial, la sabiduría de Dios se presenta personificada en una figura femenina (Prov 8,22-26; Eclo 24,9…). Jesús utiliza también el símil de la gallina que quiere reunir a los hijos bajo su protección (Lucas). Son visiones de Dios limitadas por nuestro lenguaje antropomórfico para expresar el amor divino.

Lucas deja claro en el relato que el dios de la pureza legal, deja paso al Dios de la misericordia en el contexto de una trilogía de parábolas que muestran a un Dios que no da por perdido a nadie, sino que busca y espera siempre frente a las críticas de los fariseos y los letrados, molestos porque “los pecadores se acercaban a escucharle”.

Jesús muestra en la parábola a un Padre que ama ¡y perdona! por igual a los dos hijos. Es importante destacar lo inaudito en aquella cultura teocrática de actuar con perdón y misericordia cuando se mancillaba el honor familiar de la forma que lo hizo el hijo menor, hasta el extremo de la actitud que mantiene el padre de la parábola todos los días, expectante y acogedor, hasta que vuelve el pródigo que le ha deshonrado. En este sentido, es entendible el estupor del hijo mayor viendo como su padre va contra la ley establecida por verdadero amor: una acogida amorosa hasta el punto de colocarle al hijo pequeño el mejor vestido, signo de dignidad, además de ponerle el anillo que le otorga autoridad y calzarle para que no se sienta un siervo. Estamos ante un resumen de todo el Evangelio, el anuncio de la Buena Nueva a los pecadores llamada “parábola del amor del padre” por Joaquim Jeremías.

No olvidemos que el relato no indica ninguna señal de remordimiento del pródigo que toma el doloroso camino de regreso por una sola razón: “¡Me muero de hambre!”. Su esperanza es que logre convertirse al menos en un siervo. Por tanto, no es él quien se salva, sino la actitud paterna que desarbola su táctica con su amor desbordante, solo porque ha decidido volver buscando el perdón por necesidad. Qué bella oración podemos hacer con estos mimbres…

El amor y el perdón del padre son anteriores a todo; estamos llamados a la fiesta que tiene preparada como signo de un nuevo tiempo porque “en la casa de mi Padre hay sitio para todos”, aunque primero tengamos que nacer de nuevo (Juan). Nosotros también somos hijos pródigos cada vez que “pedimos la herencia” y nos alejamos para buscar el amor donde no podemos encontrarlo. No es fácil, pero uno de los grandes retos del cristiano para no convertirse él mismo en excluido consiste precisamente en la humildad de volver a Dios, siempre anhelante para recibirnos.

La historia del pródigo es la historia de nuestras vidas. Unas veces pródigos, pero en otras ocasiones nos comportamos como el otro hermano, el aparentemente bueno, pero cuya conducta envidiosa y mezquina retrata a los fariseos y escribas que escuchaban la parábola. Por eso la humildad verdadera nace de la experiencia de la propia imperfección.

El padre trata de convencer al hijo mayor para que se sume a la fiesta pero este rehúsa llamarle hermano (“ese hijo tuyo”, le dice) recriminando el trato de favor de su padre. Lo que le escandaliza -lo que no soporta- es que su padre no le pone a él de ejemplo, dando rienda suelta a su fariseísmo y resentimiento. En el trasfondo del hijo mayor está el pueblo elegido de Israel que no quiere sumarse a la fiesta que invita Jesús. Soportando otra dolorosa humillación pública, el padre sale al encuentro, esta vez para recuperar al otro hijo que le recrimina en público con un corazón endurecido, ajeno a toda confianza y gratitud. Nos fijamos en el hijo menor sin reparar cuánto podemos tener del hijo mayor. Que hasta los apóstoles intentaron varias veces impedir que los excluidos se acercasen a Jesús.

Pero como dice Katerina Lachmanova, compasión es la faceta de Dios manifestada sin límites para con el afligido, el infeliz y el pecador… ¿Y quién de nosotros no pertenece al menos a una de estas tres categorías?

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