La llamada de Pentecostés

Hablar del Espíritu Santo puede tener sentido solamente desde la hondura del Amor que es Dios. Algo ciertamente inconmensurable para el corazón humano, pero lo suficientemente revelado como para que intuyamos el amor en el fondo de todo lo creado, empezando por nuestra propia existencia. Y de ahí, desde esa Brisa que nos atrae de mil maneras hacia el amor verdadero, convertir nuestra libertad en instrumento para ser la mejor posibilidad de umo mismo. Es decir, acercar todo nuestro ser a quien nos creó a su imagen y semejanza.

La búsqueda en esta dirección anhela una espiritualidad muy concreta que se sostiene y crece en sus raíces más profundas cada vez que nos hacemos amor para los demás. El ejemplo máximo lo tenemos en Jesús, cuya fuerza se nos revela en el Evangelio, donde su figura nos remite a ese Espíritu de Dios del que no conocemos nada excepto por lo que nos ha sido revelado desde la fe, y cuyos dones deberíamos cultivar y transmitir con nuestro ejemplo. Y así, abiertos a la acogida del Amor, con el ejemplo nos transfiguramos a los demás como expresiones del Amor total.

Quien vive según el Espíritu, devuelve bien por mal, responde a la injusticia con el perdón, al fracaso con la sonrisa y la oración. Lo dijo Karl Rahner y lo repite José Antonio Pagola: es preciso volver a la espiritualidad de Jesús, a dejarse moldear por el Espíritu Santo, que poco tiene que ver con los intentos de racionalizar lo que no deja de ser un misterio: Dios. Sin embargo, conocemos lo suficiente para caminar en la dirección correcta: la fuerza poderosa y transformadora del amor verdadero. ¡Qué energía tan potente desplegaron aquellos primeros cristianos cuando el Espíritu quebró sus miedos y se transformaron al propagar la Buena Noticia de manera incontenible!

En esta hora litúrgica de la fiesta del Espíritu, se recuerda especialmente el papel del laicado en la Iglesia y en la evangelización. Se le reconoce como el Día del Apostolado Seglar porque nos concierne predicar el Evangelio hasta los últimos confines de la tierra. Y eso que no podemos hacerlo en las homilías eucarísticas, a pesar de que haya laicas y laicos muy preparados, incluso con estudios de teología… Pero caminamos hacia una Iglesia menos clericalista y más servicial, en la dirección que apunta el proceso sinodal de Francisco, con el laicado como protagonista, como no ocurría algo así en mucho tiempo.

A partir de Pentecostés, los apóstoles, que no eran sacerdotes ni levitas, fueron fortalecidos con la fuerza del Amor-Dios para anunciar la Buena Noticia. Desde entonces, innumerables cristianos laicos y laicas han vivido y viven evangelizando con coraje y valentía. Por todo ello, Pentecostés alumbra al laicado y su misión. El testigo es quien habla con la vida. Así deben ser los obispos y sacerdotes, porque antes fueron ordenados diáconos, es decir, servidores. Y deben serlo los padres y madres con sus hijos, los educadores ante sus alumnos, y cada cual en su parcela sociolaboral, en el tiempo libre; también en las unidades pastorales y parroquias, transformando un conjunto de normas en vivencias y experiencias de fe, esperanza y amor. Es lo que pretende la Sinodalidad de Francisco.

No podemos separar este gran día de la apuesta sinodal del Papa de un proceso transformador que busca implicar a todo el Pueblo de Dios, mayoritariamente laicos y laicas. Tenemos la auctoritas que nos confiere el bautismo, que ha sido reconocido por la tradición de la Iglesia y expuesto por el Vaticano II, al sostener que la totalidad de los fieles, en su conjunto como pueblo de Dios, está inspirado por el Espíritu Santo.

El deseo del Papa es que el Pueblo fiel de Dios sea un actor principal que no puede ser desoído: “El camino sinodal es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”. Amén.

EL PLACER DE SERVIR (*) 

Toda naturaleza es un anhelo de servicio. Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco.

Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú; Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú; Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú.

Sé el que aparta la piedra del camino, el odio entre los corazones y las dificultades del problema.

El servir no es faena de seres inferiores. Dios que da el fruto y la luz, sirve.

Y nos pregunta cada día:

¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol, a tu amigo, a tu madre?

(*) Extracto. Gabriela Mistral.

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