Las pequeñas cosas

En estas situaciones tan difíciles en las que el tejido social está condicionado por una pandemia, es natural que tendamos a escribir y hablar sobre las grandes soluciones y, de paso, ensañarnos en las culpas y en quienes entendemos son los culpables. En este ambiente, nuestro grupo de Biblia que se reúne todos los jueves -con las debidas precauciones- estamos reflexionando y orando con libro El camino abierto por Jesús (Marcos), de José Antonio Pagola.

Este último jueves nos tocó el capítulo centrado en el sembrar, el epígrafe Pequeñas semillas. Lo recomiendo, querido lector o lectora, porque es una preciosa reflexión sobre una de las esencias del Evangelio: somos sembradores de la Palabra, no recolectores, que es lo que nos gustaría; pero ni Jesús recolectó en vida su fructífera cosecha, al contrario. Es la siembra en lo pequeño y cotidiano donde Dios nos muestra su poder y donde nos jugamos mostrar el rostro amoroso de Dios con todos, especialmente con el más atribulado.

Muchas veces esperamos grandes manifestaciones, cuando en realidad Dios se manifiesta muy frecuentemente en lo humilde. Buscamos grandes signos -también en los demás- cuando la convivencia fraterna se juega en los espacios cortos. Desde el nacimiento de Jesús se nos muestra esto, al hacerse humano de aquella manera que nos cuenta el Nuevo Testamento. Ni grandes manifestaciones, ni una vida ostentosa, nada de eso nos fue enseñado a través del ejemplo dado por Jesús. El nos enseñó con los hechos cotidianos, con Su Palabra, dedicando muchas horas a la oración para seguir la verdadera voluntad del Padre, a pesar del aparente fracaso en el que se iba metiendo. Este tiempo ha arrinconado la importancia de la oración a la escucha, olvidando el axioma de Juan: sin mí no podéis hacer nada. La oración es cosa pequeña y lo que nos gusta no es lo pequeño, sino caer en las tentaciones que Jesús rechazó: la vanagloria, el poder y el amor al dinero.

Aprendamos a escuchar a Dios, dentro nuestro, en las cosas pequeñas, en los mensajes de humildad y sencillez. Y sepamos verlo en aquellos a los que el mundo condena por no cumplir con sus estándares materialistas. Y lo que es peor, condenamos nosotros por no ser de los nuestros. Solo hace falta prestar atención, poner una mirada a nuestro alrededor, y descubrir la Presencia de Dios donde menos la esperamos.

El libro 1 Reyes 19 (AT) nos cuenta que una serie de grandes efectos de la naturaleza no es donde Elías encuentra a Dios, como creía esperar. Todo lo contrario, se le manifiesta en lo pequeño: “Tras el terremoto vino un fuego, pero el Señor tampoco estaba en el fuego. Y después del fuego vino un suave murmullo”. Pues bien, Pagola nos recuerda que la evangelización es una llamada que consiste en sembrar pequeñas semillas de una nueva humanidad; como el Reino de Dios, que es algo muy pequeño y humilde en sus orígenes: un gesto amigable al que vive desconcertado, una sonrisa acogedora a quien está solo, una señal de cercanía a quien comienza a desesperar, un rayo de pequeña alegría en un corazón agobiado, nos sugiere Pagola.

Estamos perdiendo la capacidad de de sentir y expresar amor con el riesgo real de adocenarnos, lo que Crawford B. Mcpherson llamaba el individualismo propio de una “sociedad posesiva de mercado”, más cercano al narcisismo que a otra cosa. Sin embargo y pese a todo, Dios sigue sembrando en las conciencias inquietud, esperanza y deseos de vida más digna, sobre todo a través de los testigos que viven sus fe de manera atractiva y hasta envidiable, en el día a día, con una actitud de mirada atenta movida desde el amor.

Nuestra misión esperanzada es ser como el grano de mostaza y como la levadura en nuestro caminar diario, en las actitudes con los demás, sobre todo con los más cercanos, tantas veces peor tratados al poner nuestras miras en las grandes soluciones para el mundo y la Iglesia, pero sin descender a nuestro corazón diario. Si no cambiamos nosotros, ¿cómo pretender cambiar a otros o la realidad injusta? Esto último lo decimos y escuchamos muchas veces, pero no acaba de fijarse como prioridad esencial en nuestra vida de fe.

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