?El reto imposible?

Regularmente leemos cómo va mermando la influencia de la Iglesia Católica entre la población. Ya en el año 2000, el sociólogo católico Javier Elzo afirmaba que esta iglesia va camino de convertirse “en una secta en el sentido sociológico o numéricamente”. La tendencia tiende a agudizarse produciendo en la población un alejamiento aun mayor, tanto de las prácticas religiosas como de la influencia social que transmiten los mensajes de la jerarquía eclesiástica.

Para algunos, esta constatación es una mala noticia, una más, preocupados por la marea anticlerical y la indiferencia religiosa que ocultan el mensaje y los valores evangélicos en nuestro día a día. Pero hay otros que encuentran más motivos de esperanza que de abatimiento porque perciben la situación actual como una invitación a recuperar los genuinos valores del Reino, eclipsados en buena parte por los propios católicos, a menudo irreconocibles en su ejemplo, jerarcas incluidos.

Lo cierto es que son muchos los creen que Dios impide una auténtica humanidad por ser ambas incompatibles ¿Deformación o ignorancia? ¿Es que el mensaje estorba? Se ha llegado a proclamar la muerte de Dios (Nietzsche) y lanzado la sospecha envenenada de que cuando Dios gana, el hombre es el que pierde; y viceversa. Por si fuera poco, otros dioses como la tecnología, la razón de Estado, el consumismo, etc. crecen robustos considerados y aceptados como fines en sí mismos.

A pesar de una realidad adversa, no lo es menos de la que tuvo que arrostrar Jesús, que ante sus invitaciones al amor y las denuncias a la hipocresía religiosa imperante, fue cuestionado y asesinado. Yo me encuentro entre los católicos esperanzados que creen que este momento no es mejor o peor que otras; es el nuestro y al que se nos llama para hacer más visible el valor de la Buena Nueva evangélica. ¿Qué nos falta para trasmitir la experiencia liberadora de nuestra fe? Nunca es mal momento para que cada uno se haga esta pregunta.

Para empezar, falta experiencia religiosa en los propios católicos, quizá por retozar demasiado en la sociedad de consumo. Tampoco nos sobra humildad para reconocer que el Espíritu sopla donde quiere. No recordamos con la frecuencia necesaria que Jesús estuvo buscando a los apestados de su época, y no precisamente para condenarlos sino para transmitirles un chorro de amor que transformaba a cuántos tenían la mínima predisposición a abrirse a Él; que sus palabras más duras las reservó para los soberbios sepulcros blanqueados, grandes profesionales de la historia de la salvación. Falta valentía para vivir más solidariamente, y sobre todo, falta dejarle a Dios que actúe a través de nuestras manos, viviendo a su imagen y semejanza con el ejemplo.

Para colmo, muchos de los que niegan a Dios, le están afirmando con su actitud y su conducta. No tienen fe, pero sus hechos trabajan en la dirección de los valores del Evangelio, incluso cuando nos recriminan la tendencia a apoderarnos de Dios para domeñarlo a nuestra horma. No fue un teólogo quien afirmó que “si Dios no es amor, no vale la pena que exista”, sino Henry Miller. Nuestro reto pasa por recuperar la práctica del espíritu de las bienaventuranzas y volver a experimentar la felicidad que viene de Dios; ser creíbles por nuestras obras, que son las únicas que dan valor a nuestros ritos, sin que se conviertan en causa de desconcierto para quienes buscan sinceramente pero se encuentran con la caricatura de “la religión del cumplimiento” (cumplo y miento) que mueve más al escándalo que a la conversión. “Por sus hechos los conoceréis”.

J. A. Pagola pone la pluma en la llaga: ¿Quién recuerda que los primeros cristianos percibieron en Jesús la buena noticia de un Dios capaz de salvar al ser humano de su desdicha? Tal vez, uno de los fracasos más graves de la Iglesia católica sea el no saber presentar a Dios como amigo de la felicidad del ser humano. Sin embargo, estoy convencido de que el hombre contemporáneo sólo se interesará por Dios si intuye que puede ser fuente de felicidad. Se nos olvida que el Evangelio es una respuesta a ese anhelo profundo de felicidad que habita en nuestro corazón.

Quizá sea por tantos olvidos por lo que aceptamos pasivamente la consideración de “católico practicante” a quien acude a misa los domingos, en lugar de llamarle así al que vive el Evangelio dentro y fuera del templo. Lo preocupante no es la realidad actual sino nuestro encastillamiento y desánimo que no permite abrirnos al Amor y dejarnos embargar por el Espíritu. Cuando seamos capaces de acoger nuestro particular Pentecostés, el reto de transformar el día a día será un hecho porque seremos capaces de voltear la realidad actual con el ejemplo. Claro que la Iglesia resultante sería bien diferente a la actual.
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