Carne y sangre: Dios revelado en el fracaso (Jn 6,51-59)


Toda persona que ha leído el evangelio de Juan, que se ha detenido a analizar sus frases, nota inmediatamente su tono teológicamente diferenciado de la narrativa de los sinópticos. El uso del lenguaje metafórico, las ironías y los diálogos extensos son elementos característicos de su estilo.
En el capítulo 6 estamos inmersos en un diálogo que deviene controversia. Luego de la multiplicación de los panes, signo detonante del capítulo, sobreviene una interesante discusión sobre el sentido del “pan del cielo”. A partir de las relecturas del Antiguo Testamento, donde el maná se comprende como salvación en medio de la crisis, Jesús contrapone su vida con el pan material comido por los israelitas. El verdadero “pan bajado del cielo” es Jesús, todo él, don de Dios para la humanidad.
Un ojo agudo nota de inmediato que, en el versículo 51c, el “pan del cielo” ya no es una metáfora sin más, sino que dicha representación se materializa. Los especialistas están de acuerdo en ver acá un “paréntesis eucarístico” (Zumstein 2016, p. 300), es decir, un agregado redaccional de la misma comunidad joánica que quiere dibujar diáfanamente cómo ese “pan del cielo” se objetiviza en la “carne” y la “sangre” de Jesús. Ya no es solamente Jesús, sino Jesús Crucificado, quien se hace presente en la comida. Ya no es el Padre quien da el pan, sino que dicho pan partido se reparte entre todos/as por su propia voluntad.
Debemos asumir que este texto no se ubica en boca del Jesús prepascual, sino que es una reflexión de la comunidad para ahondar en la relación con el Señor exaltado sentado a la mesa, una reflexión pospascual. La pascua ahora se vive en la cena, en la comida de pertenencia, e implica reproducir lo que allí se respira: un vínculo tal que presupone la entrega absoluta.
Hablar de “comer (incluso ‘masticar’) carne” y “beber sangre” son imágenes grotescas para las personas de todas las épocas. Más aún para un judío imposibilitado por las leyes de pureza para entrar contacto con sangre. Pero la comunidad joánica va más allá de eso: la carne y la sangre de Jesús, es decir, la vida física directa de Jesús en la cruz, son el verdadero don que hace replantearnos todo. La lógica de Dios no está en la pureza ritual, no está en el Templo, sino en la vida arrebatada por la violencia que, finalmente, saca a la luz la impotencia del ofensor. El aparente fracaso es solo un velo que cubre, como afirmó Pablo (2 Co 3,12-18), la verdadera realidad de Dios.
Desgraciadamente, estas imágenes no causan ninguna impresión en los cristianos/as de hoy, acostumbrados desde la infancia a un lenguaje sacrificial mal entendido. Sacrificar no significa intercambiar una víctima por un favor divino, sino imitar a la divinidad (Klawans 2006, p. 111). Con los sacrificios se buscaba hacer lo que Dios hacía y los primeros cristianos comprendieron que la muerte de Jesús en la cruz, invirtiendo este orden desde abajo, fue el verdadero sacrificio que revelaba cómo era Dios: un Dios que muere con la humanidad, que sufre con quien sufre, que padece.
Pues bien, la vida del cristiano/a radica en “comer y beber” a Jesús. Lo decisivo es tener hambre de él (Pagola 2012, p. 106). En otras palabras, la vida del verdadero seguidor/a de Jesús consiste en participar de este sacrificio des-ritualizado que da vida, dando su propia vida por amor. Quien come y bebe en la mesa del Señor resucitado se configura con él, vive su proyecto, encarna su estilo de vida: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.

Bibliografía citada:

Klawans, J., Purity, Sacrifice, and the Temple: Symbolism and Supersessionism in the Study of Ancient Judaism, Oxford: Oxford University Press, 2006.
Pagola, J. A., El camino abierto por Jesús. Juan, Madrid: PPC, 2012.
Zumstein, J., El evangelio según Juan, tomo I, Salamanca: Sígueme, 2016.
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