El Rostro en la Biblia: antropología del encuentro



Ya en una reflexión anterior hemos hablado del “rostro” en la Escritura, del pānîm hebreo. Este lexema siempre se encuentra como plural por su funcionalidad múltiple, por el hecho de ser la sección corporal que alberga los principales órganos que permiten la comunicación. Lo que concede al ser humano establecer un puente dialógico con todo su entorno se ubica en el semblante: los ojos, los oídos, la nariz y la boca le acercan a su esencia pues el ser humano es relación.

La naturaleza comunicativa del hombre se puede perder si los órganos ubicados en los Pänîm fallan; si se pierden éstos, el temor por la propia existencia sofoca al ser del hombre (Sal 38,14), llega hasta su corazón (Jb 4,12-15). Si el hombre deja de oír se vuelve hambriento y muere por inanición ya que su alimento es la “palabra”, el dāḇār, de YHWH (Dt 8,3); así pues, no querer escuchar es negarse a la vida, negarse a ser el Pueblo de Dios (Ex 19,7s.), renunciar a la relación, i. e., a lo que somos profundamente. Si se deja de hablar se renuncia al máximo privilegio humano (Gn 2,18-23), a la dominación responsable de la tierra como “imagen de Dios”, don divino que merece ser correspondido: La boca es vehículo que contesta a lo que el oído captó y aquello que también nos distingue de los animales ya que sólo el lenguaje es signo de humanidad.

Pero los ojos captan la complejidad de los colores y figuras, la diversidad de las formas y la plasticidad magnífica de cada ser. A través del ojo podemos asumir y acercar la realidad a nuestro corazón, el lēb hebreo; si nos negamos a la posibilidad de observar no lograremos alcanzar la comunicación más excelsa que está en el rostro del otro. En la mentalidad bíblica, el rostro constituye el sector más prodigioso de lo humano puesto que refleja lo que el hombre es, denota su naturaleza: la comunicabilidad como ente comunitario. El rostro es la posibilidad del diálogo, del encuentro Yo-Tú, no del Yo-Ello, ni menos aún del Yo-Eso. El hombre en la Biblia es rostro pues es relación y sólo como ser relacional puede vislumbrar a YHWH, el Rostro de los rostros. Verle cara a cara es ver la vida absoluta, por eso ningún mortal puede sobrevivir a su mirada, tan sólo podrá “verle la espalda” (Ex 33,20-23); ver su Rostro es ver su Ser, el Ser; ver su Rostro es estar con él y verse participado en su vida divina. Se ubica en este contexto el grito del salmista desde su interior, desde su lēb: “Mi corazón ha dicho: ‘Buscad mi Rostro.’ Tu Rostro buscaré, YHWH. No escondas de mi tu Rostro.” (Sal 27,8-9a).

El rostro es el espejo de la persona, refleja su interior con profundidad, su “corazón razonante”, pero además, es espejo en cuanto que puedo reflejar mi dignidad en el otro, una dimensión de alteridad. Ningún ser humano puede considerarse tal si no es porque se ha visto proyectado en otros. Mirar directamente a la cara en nuestra cultura cuesta un poco, tal vez por lo que en ella se encierra: el Yo profundo; no siempre nos gusta fijar la mirada en los ojos de los demás, tal vez porque evadimos esa introspección que conlleva; algunos se ocultan evadiendo su rostro, desviándose del contacto interpersonal que entraña la hondura de un breve vistazo. Ver el rostro del otro como encuentro del ser no es metáfora, es realidad viva: al vernos cara a cara se encuentra el Yo en el Tú, el Tú en el Yo y Dios en el puente trazado que conforma el Nosotros.
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