Dios, fuente de vida, amor y esperanza

La liturgia de la palabra inició este domingo con la lectura del profeta Isaías. En nombre de Dios, el profeta ofrece agua abundante a los sedientos; a los que tienen hambre, pan y vino gratuito, sin pagar. Todos ustedes, los que tienen sed, vengan por agua; y los que no tienen dinero, vengan, tomen trigo y coman; tomen vino y leche sin pagar. Bajo esta imagen de la comida gratuita se expresa la realidad de la abundancia del don de Dios.

Dios es la fuente abundante de vida, de amor, de esperanza. Nuestra relación con Dios es posible, no porque nosotros nos acerquemos a Dios, sino porque él se acerca a nosotros. La benevolencia de Dios hacia nosotros no es la respuesta divina al esfuerzo de persuasión humano; es la actitud con la que él se inclina hacia nosotros y suscita nuestra respuesta de fe y obediencia. Por eso también hemos declarado en el salmo responsorial: abres, Señor, tu mano y nos sacias de favores.

Pienso muchos que se llaman cristianos no han logrado comprender verdaderamente el significado de la fe, porque no han descubierto todavía que la existencia cristiana es gracia, es respuesta a un don previo de Dios. Muchas personas que se llaman cristianas tienen con Dios una relación mercantil. Piensan a Dios como un Señor todopoderoso, ciertamente, pero que se hace de rogar, que da sus dones como premio y recompensa a cambio de una prestación que le brindamos sea una oración, una ofrenda, un acto de piedad esforzado. En realidad la relación con Dios, como nos enseña Jesús, está planteada al revés. No somos nosotros los que debemos convencer a Dios de que sea bueno con nosotros y nos haga algún favor; es Dios quien primero se inclina hacia nosotros para persuadirnos de que confiemos en él, de que lo amemos como él ya nos ama, de que respondamos a su amor con amor.

Dios acepta y acoge nuestras oraciones, ofrendas y actos de piedad, incluso los que requieren esfuerzo, pero siempre como nuestra respuesta agradecida por el don previo de sabernos acogidos y perdonados por Dios.
El relato de la multiplicación de los panes que hoy hemos escuchado en el evangelio tiene el mismo mensaje. Según el evangelista san Mateo, al enterarse de cómo Juan el Bautista había sido ejecutado por Herodes, Jesús, que había estado un tiempo con él, se retira de la vista pública a un lugar apartado, como medida de seguridad.

Sin embargo, al desembarcar, encuentra a una multitud de personas que lo espera. Jesús se compadece y se conmueve y cura a los enfermos y les enseña. Al caer la tarde, los discípulos le piden a Jesús que despida a la gente para que vayan a comprar comida. Jesús propone que sean sus discípulos quienes les den de comer. Ellos le explican que con lo que tienen no alcanza para la multitud; son apenas cinco panes y dos pescados. Entonces Jesús los toma, da gracias a Dios y los entrega a los discípulos para que los distribuyan a la gente. Se trata de una multitud de cinco mil hombres sin contar a las mujeres y a los niños. Aun así, todos comieron hasta saciarse, y con los pedazos que habían sobrado, se llenaron doce canastos.

Este milagro, en cierto modo es como una parábola, de modo que lo que ocurre en el relato tiene un significado más amplio para expresar cómo es Dios con nosotros. Pienso que contiene varias enseñanzas. En primer lugar, los recursos humanos, cinco panes y dos pescados, son insuficientes para saciar a la multitud. Los hombres y mujeres que buscan a Jesús quieren escuchar su palabra, sanar de sus enfermedades, encontrar la esperanza, pero tienen necesidades para las que los recursos humanos no bastan. Gratuitamente, sin tener que pagar, Jesús los sacia, del hambre corporal y del hambre espiritual. Pero, ¿por qué tantas sobras? Jesús quiere que miremos más allá del hambre física. Dios nos da sus dones y su salvación, y tiene suficiente para todos y todavía alcanza para más. Dios no es mezquino con sus dones, Dios no escatima su gracia; por el contrario, Dios es generoso y es capaz de darnos mucho más de lo que pedimos o necesitamos.

El pasaje de san Pablo que hemos escuchado hoy es un buen comentario a este evangelio. Pablo quiere manifestar la magnitud y grandeza del amor de Cristo por nosotros. Y se pregunta si hay algo que pueda impedir que Cristo nos ame. Y da una primera respuesta: ninguna de las cosas que normalmente entendemos como signo de la lejanía de Dios le impiden amarnos. Ni las tribulaciones que padecemos, ni las angustias que sufrimos, ni el hambre que nos debilita, ni el peligro ni la guerra le impiden a Cristo amarnos ni son signos de que se ha alejado de nosotros. Por el contrario, de todo esto salimos más que victoriosos, gracias a aquel que nos ha amado. Ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios ni creatura alguna podrá apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús. Y Dios nos ama porque sí, gratuitamente. Él nos dio la vida antes de que se la pidiéramos, y, si fuimos bautizados de niños, nos hizo sus hijos y nos estableció en la vida de gracia antes de que lo conociéramos a él. Estamos sostenidos y rodeados de la benevolencia de Dios.

Nuestra fe es respuesta a ese amor; nuestra oración es agradecimiento por esa cercanía de Dios, nuestra obediencia a sus mandamientos es respuesta a su amor por nosotros. En la medida en que tengamos esto claro, nuestra relación con Dios estará marcada por la confianza y no por el temor; estará imbuida de alegría y no de miedo; será una relación impregnada de agradecimiento y libre de toda obsesión. Será una relación como la de Cristo con su Padre. Y esa es la alegría del Evangelio.

Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán
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