Los delitos del odio

La degradación de la convivencia ciudadana en Venezuela llega a cotas inimaginables que exigen una seria reflexión para no caer en la vorágine de pagar con la misma moneda. Cuando somos ofendidos, agredidos, despreciados, heridos, no es extraño reaccionar violentamente. Pero por ese camino no se logra sino potenciar la espiral de violencia.

La sistemática repulsa gubernamental de desconocer la constitución y las leyes, con argumentos leguleyos traídos por los pelos por el máximo tribunal, se acrecienta en estos meses con la represión desbocada e irracional dirigida contra el colectivo opositor o quien se sume o aparezca en medio de las manifestaciones callejeras, irrespetando la integridad y la vida de personas indefensas e inocentes, por el simple hecho de “estar”, consciente o fortuitamente, pasando por los predios “prohibidos” por los órganos de seguridad.

A lo anterior se suma un explícito lenguaje y unos gestos que marcan una desigualdad estructural entre las víctimas y quienes se instalan en una posición de superioridad simplemente por detentar el poder.

Frases como “todo el que sea opositor no merece estar aquí, lo mejor es que se vaya del país…”, o, peor aún, la conducta irracional de un coronel que agrede en la Asamblea Nacional al presidente de ese cuerpo, sin otro argumento sino el de no ser partidario del gobierno. Es expresión clara de exclusión, de no admitir la posibilidad de convivir en una sociedad plural.

La escena se agrava porque la máxima autoridad lo condecora por semejante desafuero. Cabe preguntarse si es legítimo premiar al agresor y despreciar al agredido. La sociedad toda tiene que sentirse desamparada pues quien debe velar por ella, se olvida del bien común y actúa solo en función de sus intereses parciales. Me pregunto si la institución armada como cuerpo se siente honrada con este tipo de “premios” que más que enaltecerla la degrada.

No estamos ante anécdotas aisladas, sino ante una manera de concebir el poder como un medio para imponer una ideología o dictadura, sin tomar en cuenta a la gente. Nos encontramos ante la imposibilidad de compartir unos mínimos de justicia porque no existe una relación de igualdad, no existe el reconocimiento de la dignidad del agredido y del respeto que merece.

Como es obvio, nos topamos con un delito nacido del odio a la disidencia que imposibilita el ejercicio de la igualdad, que es, debe ser, un valor clave en cualquier sociedad que pretenda llamarse democrática.

No existe otro camino para superar este tipo de delitos que construir la igualdad desde la educación formal e informal y desde la conformación de instituciones políticas y económicas que la encarnen.

Las manifestaciones callejeras, ahora catalogadas como delitos punibles, son expresión y un paso importante en el camino de consolidar esa conciencia de la igualdad que tiene que ver con la dignidad de las personas, inevitablemente violada, lo que impide construir una sociedad justa. Es parte del desafío y la tarea que tenemos por delante.
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