"Un Papa sabio, fiel a sus ideas y a la mayor gloria de Dios" Benedicto XVI: de cancerbero a barrendero de Dios y a la gran renuncia

Benedicto en su visita a Compostela
Benedicto en su visita a Compostela

"Ratzinger impuso una rigidez doctrinal total a la vida intelectual de la Iglesia y una dinámica de control a ultranza de los teólogos. Y el miedo se instauró entre sus filas. Amonestados, perseguidos, vigilados, en una institución intelectualmente inhabitable, los pensadores de la Iglesia optaron por marcharse (Leonardo Boff), callarse (Gustavo Gutiérrez) o romper la baraja (Hans Küng)"

"Benedicto XVI encausó al topoderoso fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel, a quien el mismísimo Wojtyla había declarado 'ejemplo de la juventud'"

"Desde aquel 19 de abril de 2005, en el que se presentó al mundo como “el humilde trabajador de la viña del Señor”, Benedicto XVI, al que por su edad muchos consideraban un Papa de transición, ha terminado por imprimir su sello personal a la Iglesia"

"Un Papa crucificado y que aceptó con gallardía la cruz del chivo expiatorio de la pederastia clerical sobre sus hombros ancianos. Un Papa sabio, fiel a sus ideas y a la mayor gloria de Dios"

"Con la renuncia quedó claro fue el testimonio de desapego, de humildad y de reconocimiento de sus límites que ofreció el Papa a la Iglesia y al mundo. No se aferró al cargo, decidió dejar paso"

Para desempeñar su papel de párroco universal, Juan Pablo II dejó las llaves del Gobierno de la Iglesia a la Curia romana y las de la doctrina, al cardenal Joseph Ratzinger. El purpurado alemán no sólo fue el guardián de la ortodoxia del papado de Karol Wojtyla, sino el ideólogo de la involución eclesial. El “cancerbero de Dios”, apodo con el que lo conocían los teólogos progresistas, fue el azote de la Teología de la Liberación. Y como presidente del ex Santo Oficio se convirtió, además, en el depositario de toda la “basura” y “suciedad” del clero de todo el mundo. Por sus manos comenzaron a pasar, a partir de 2002, todos los dossieres más delicados. Entre ellos, los múltiples casos de pederastia del clero. Y, ante tanta “suciedad”, que denunciaría públicamente en el vía crucis de Viernes Santo de 2005, decidió convertirse en el “barrendero de Dios”.

            Pero antes, el 'Panzerkardinal', como le llamaban en Roma, dejó fuera de juego a toda una corriente innovadora en el campo pastoral, teológico, catequético y social, e impuso una rigidez doctrinal total a la vida intelectual de la Iglesia y una dinámica de control a ultranza de los teólogos. Y el miedo se instauró entre sus filas. Amonestados, perseguidos, vigilados, en una institución intelectualmente inhabitable, los pensadores de la Iglesia optaron por marcharse (Leonardo Boff), callarse (Gustavo Gutiérrez) o romper la baraja (Hans Küng).

Benedicto y la Dominus Iesus

El culmen de la represión teológica se alcanza con la publicación del «Catecismo de la Iglesia católica» y, sobre todo, con la «Dominus Iesus», un documento del propio Ratzinger, en el que se atribuye en exclusiva a la Iglesia católica la posesión de la verdad y de la salvación. La vuelta del axioma tridentino de que «fuera de la Iglesia no hay salvación». Un documento tan desafortunado que hasta protestaron contra él varios cardenales.

Más aún, Ratzinger silenció con medidas autoritarias todas las cuestiones teológicas debatidas: celibato de los curas, estatuto del teólogo, papel de los laicos, praxis penitencial, comunión para los divorciados, preservativo contra el sida o fecundación artificial. Es decir, impuso la tesis del romano-centrismo, descafeinó la colegialidad y el poder de las Conferencias Episcopales, reduciéndolas a meras sucursales de la Curia, y zanjó casi como dogmático el eventual acceso de la mujer al sacerdocio. En definitiva, Ratzinger desactivó el Concilio.

Y eso que en época del Vaticano II (1962-1965), Ratzinger formaba parte del ala progresista de la Iglesia, aunque pronto se pasó al bando conservador. Y, desde entonces, quiso redimensionar aquella época de “primavera eclesial”, aplicándole lo que él llamaba la “hermenéutica de la continuidad”. Es decir, que el Vaticano II hay que interpretarlo y pasarlo por el tamiz de Trento y del Vaticano I. La mejor forma de desactivar su “aggiornamento”, su carga profética y su apuesta por los “signos de los tiempos”.

Una vez librada (y ganada esa batalla), a Joseph Ratzinger le quedaba otra, mucho más dura y complicada: la de la pederastia. Y a ella se lanzó ya poco antes de la muerte de Juan Pablo II. Encausando a uno de sus “capitanes”, al topoderoso fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel, a quien el mismísimo Wojtyla había declarado “ejemplo de la juventud”. Como prefecto de la Fe, Ratzinger sabía que Maciel era un pecador y un delincuente pervertido. Y, a pesar de la oposición de la vieja guardia vaticana, especialmente del cardenal Sodano, entonces número dos de la Santa Sede, y del omnipotente secretario personal del Papa, Stanislaw Dziwisz, mandó que se iniciase una investigación a fondo de las terribles acusaciones que obraban en su poder.

Juan Pablo II y Maciel
Juan Pablo II y Maciel

Nunca llega a saberse del todo las deliberaciones del cónclave, pero sí del precónclave. Y en él, Ratzinger que, como decano, presidía las sesiones, expuso ante los cardenales, con toda crudeza, la plaga de las manzanas podridas del clero. Y los cardenales quedaron tan apabullados que lo terminaron eligiendo Papa. Por su valía personal, por ser el mejor y más prestigioso intelectual de la Iglesia, por haber sido el brazo derecho durante más de dos décadas de Juan Pablo II el Magno, pero también para que limpiase a fondo la institución. Y arrasó en las votaciones. Con el apoyo de al menos 77 purpurados, dos tercios de los votos de los presentes en el cónclave. En el siglo XX, sólo León XIII, Pío XII y Juan Pablo I fueron elegidos tras únicamente dos días de cónclave.

Desde aquel 19 de abril de 2005, en el que se presentó al mundo como “el humilde trabajador de la viña del Señor”, Benedicto XVI, al que por su edad muchos consideraban un Papa de transición, ha terminado por imprimir su sello personal a la Iglesia. Pasando de un papado hacia fuera a un papado hacia adentro. Del Papa de los gestos al Papa de las ideas y de la palabra. Un Papa que apuntó a las esencias. Tanto con sus encíclicas como con sus contados viajes (elegidos con esmero).

Sus grandes preocupaciones fueron la descristianización de Occidente (para cuya reevangelización ha creado, incluso, un Pontificio Consejo) y la recuperación de sus olvidadas raíces cristianas; la defensa de la vida desde el nacimiento hasta la muerte; la defensa de la moral natural y, por lo tanto, la condena del laxismo en moral sexual o el matrimonio homosexual; la denuncia de “la dictadura del relativismo” y, sobre todo, la limpieza de la Iglesia.

Un Papa de lo esencial. Un Papa que decía lo que pensaba, a costa de no ser políticamente correcto, como en su discurso de Ratisbona, en el que ponía en solfa la Islam o en su condena del preservativo para evitar el Sida. O en la rehabilitación de los lefebvrianos, uno de los cuales, el obispo Williamson, niega incluso el Holocausto.

Benedicto
Benedicto

Un Papa que apuntaba a las entrañas y al corazón del ser cristiano. Un Papa enemigo del poder y del carrerismo en la Iglesia. Un Papa queheredó un aparato curial que parecía querer ponerle continuamente palos en las ruedas. Un Papa con el sueño de la unidad de los cristianos. Un Papa obsesionado por la continuidad del mensaje eclesial y por la liturgia. Un Papa centrado en conservar el capital simbólico eclesial. Un Papa crucificado y que aceptó con gallardía la cruz del chivo expiatorio de la pederastia clerical sobre sus hombros ancianos. Un Papa sabio, fiel a sus ideas y a la mayor gloria de Dios.

            Porque sabía el Papa, ya antes de ser elegido, que le iba a estallar la bomba de la pederastia clerical. Y así fue. Estados Unidos, Irlanda, Bélgica, Holanda, Alemania...Y Benedicto XVI se encontró ante los mayores y más dramáticos problemas de gobierno que haya tenido jamás un Papa. Una situación, en sus propias palabras, peor que la de las persecuciones de la época de los emperadores romanos. El tsunami de la pederastia mancha las sotanas negras de algunos clérigos y religiosos, pero salpica incluso a la blanca del mismísimo Sumo Pontífice y hasta puede dejar marcado para siempre, con una herida indeleble, el propio rostro de la Iglesia católica.

No valían, pues, paños calientes. Dado que el escándalo se basaba en un cúmulo de errores y de pecados cometidos por toda la cadena de mando, había que extirpar. El sistema de poder de la Iglesia católica se había podrido y necesitaba un cambio rápido y radical. Había que pasar del silencio más o menos cómplice a la tolerancia cero.

A eso estuvo llamado el Papa Ratzinger: a la reforma suave de la institución. Porque, quizás fuese el único que pudiese hacerlo en estos momentos de la Historia y frente al contrapoder instalado en la propia Curia romana. Benedicto XVI quiso intentarlo. El problema fue que la Historia nos dice que pocas veces un Papa, por muy monarca absoluto que sea, se ha impuesto a la todopoderosa maquinaria curial. ¿Lo logró Ratzinger con su sabiduría decantada y su tenacidad alemana? No del todo. Y Francisco continúa con la escoba.

Cohabitación de dos Papas

En cualquier caso, pasará a la Historia como el “barrendero de Dios”, como el Papa de la renuncia y de la cohabitación

Llegó, en efecto, autodefiniéndose como el "humilde trabajador de la viña del Señor". Y con la misma humildad se fue. Sin hacer ruido, pero con un gesto histórico que abrió un antes y un después en el pontificado de la Iglesia católica. Y se fue con la cabeza bien alta por el deber cumplido.  Tanto en lo doctrinal como en los disciplinar. Se fue el Papa de lo esencial, el Papa que trató de armonizar la razón y la fe. Y se fue el barrendero de Dios, tras intentar limpiar la Iglesia de la lacra de la pederastia y de las manzanas podridas del clero. Y, tras intentar hacer lo mismo, en el ámbito financiero con el IOR, el banco del Vaticano.

 Si muy pocos lo veían como Papa, por su imagen de "cancerbero de Dios", martillo de teólogos herejes y guardián de la ortodoxia, muy pocos, o quizás nadie, podía prever un gesto revolucionario como el suyo. Es verdad que la renuncia papal como posibilidad se venía mascando desde hace unos años. Dicen que Pablo VI la tenía escrita, al igual que Juan Pablo II, pero ni uno ni otro la activaron.

 Es verdad también que, hace unos años, el cargo de Papa negro, es decir de General de la Compañía de Jesús, dejó de ser vitalicio. Y eso marcaba un precedente importante en la Iglesia, dada la potencia de los jesuitas. Pero nadie se imaginaba que del Papa negro se pasaría al Papa blanco y en tan poco tiempo.

 Porque, además, el Papa, visto desde fuera y dada su edad (a punto de cumplir los 86 años)  se conservaba muy bien. Con sus achaques, sobre todo de movilidad, pero adecuadamente para su edad. Y, sobre todo, con una mente absolutamente lúdica.

Renuncia de Benedicto

¿Se fue el Papa, porque se dió por vencido o porque creyó que su misión había terminado? ¿Se fue el Papa porque no pudo limpiar del todo las alcantarillas de la pederastia y de las luchas de poder en su propia Curia o porque creyó que la barca de Pedro estaba ya nuevamente serenada, tras echar por la borde el lastre de los abusos y poner freno al carrerismo en la Iglesia y a las luchas intestinas por el poder?

 Nunca se supo. Eso sí, lo que hizo fue abrir un período inédito en la historia de la Iglesia de sede vacante sin que el Papa hubiese muerto. Pero los engranajes curiales se ajustaron rápidamente a la nueva situación y la maquinaria vaticana, que tiene horror al vacío de poder, se puso en marcha con rapidez, convocando el precónclave y el cónclave para elegir al sucesor de Benedicto XVI.

 Lo que sí quedó claro fue el testimonio de desapego, de humildad y de reconocimiento de sus límites que ofreció el Papa a la Iglesia y al mundo. No se aferró al cargo, decidió dejar paso. Y marcó un precedente para todos los eclesiásticos. Sobre todo para los que, llegados los 75 años, se resisten a presentar su renuncia o la aceptan a regañadientes. El Papa Benedicto les marcó el camino del "he venido a servir, no a ser servido" o del cargo eclesiástico entendido en clave no de poder sino de servicio.  Siempre ad maiorem Dei gloriam.

Anillo de Benedicto

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