Francisco, el Papa abolicionista

El mandamiento es claro y tajante. Durante siglos, la Iglesia contemporizó con la mentalidad del mundo y no sólo bendijo sino que aplicó la pena de muerte en los propios Estados Pontificios. En 1969, tras el Concilio Vaticano II (que también en este ámbito dio sus frutos), Pablo VI abolió la pena capital en el Estado vaticano. Pero, en el Catecismo de la Iglesia, seguía abierta la posibilidad de aplicarla, aunque sólo en casos muy extremos. Pues, ahora, ni eso. Francisco proclama que el 'no matarás es no matarás'. Sin excepciones.

La inmensa mayoría del pueblo católico exulta con el Papa abolicionista. ¡Ya iba siendo hora! Al final, de la mano de Francisco, la Iglesia da pasos de gigante para recuperar esos “doscientos años” de retraso, que dijera el gran cardenal Martini.

Como era de esperar, los ultras (acostumbrados a aplicar siempre el imperio de la ley al estilo de los fariseos) lloran por las esquinas. Los 'infovaticarcas' (en afortunada expresión de nuestro habitual comentarista Hugo Z.) suben por las paredes, anuncian toda clase de males sin mezcla de bien alguno y, proclaman, una vez más, el ansiado cisma, que nunca llegará.

Les duele la decisión del Papa sobre la abolición de la pena de muerte, porque tantos ellos como los políticos de su cuerda se quedan sin coartada eclesial. A partir de ahora, quien esté a favor de la pena de muerte está en contra de la doctrina oficial de la Iglesia.

Desde ahora, ningún gobernante que se diga o pase por ser católico puede aceptar la pena de muerte en la legislación de su país. Y si tal legislación está vigente, debe comprometerse a abolirla. Una decisión que señala especialmente a los gobernantes de Estados Unidos, país con un gran porcentaje de católicos al alza y en el que todavía subsiste la pena capital. O a Perú, donde se quiere volver a reinplantar. O a la Filipinas de Duterte.

Y eso es lo que más les molesta a los rigoristas: que el Papa Francisco haya abierto el melón doctrinal. Porque, en una Iglesia 'semper reformanda', la doctrina no es sólo un museo para visitar, admirar e imponer, como creen ellos, sino una realidad viva, que se transforma y se regenera en consonancia con los signos de los tiempos, como ya dijera el Vaticano II.

Francisco ha abierto una grieta en el bloque doctrinal que los infovaticarcas creen monolítico, eterno e inalterable. Y una vez abierta la rendija... ¿Por qué no se podría aplicar esta misma dinámica evolutiva doctrinal a otros temas como la moral sexual (léase anticonceptivos) o el acceso de la mujer al altar?

Queda claro, pues, que la primavera de Francisco no se alimenta sólo de gestos, de viernes de la misericordia y de reformas estructurales. La primavera toma cuerpo doctrinal y, por lo tanto, ha venido para quedarse. Y eso es lo que más molesta a los que quieren ver en el de Francisco un pontificado de transición, una simple tormenta de verano.

Y también queda claro, una vez más y como sostiene desde hace tiempo nuestro columnista Juan Masiá, que Francisco sigue optando por la vía reformadora del discernimiento. El Papa está muy alejado de la vía del tradicionalismo inmovilista a ultranza, pero tampoco opta por la revolucionaria pura y dura y, ni siquiera, por la diplomática y conciliadora (la famosa tercer vía).

Francisco apuesta, más bien, por la cuarta vía, que no es el consenso diplomático entre la derecha eclesial más conservadora y la izquierda radical, sino un consenso fundacional, que permite al centro derecha y al centro izquierda eclesial caminar por la cuarta vía de la transformación mutua hacia la meta de las reformas creativas. Como la de la abolición de la pena de muerte. Y las que vendrán. Siempre a la escucha del “pueblo santo de Dios”, que tanto proclama Francisco.

José M. Vdial
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