Francisco derriba el muro de bambú

Si Juan Pablo II derribó el telón de acero, Francisco ha comenzado a hacer lo mismo con el telón de bambú. Con un histórico acuerdo con el régimen comunista chino, el Papa, cual nuevo Mateo Ricci (el evangelizador jesuita de la China), vuelve a abrir la puerta del gigante asiático. Es la última frontera del catolicismo.

Si Wojtyla pasó a la historia como el Papa que propició la caída del Muro, Bergoglio tiene ya asegurado su puesto en la misma página por haber abierto la puerta china sin aspavientos, con su receta de la misericordia y del diálogo por bandera. El Vaticano tenía dos asignaturas pendientes: China y Moscú. Francisco acaba de aprobar la primera y puede cursar próximamente la de la visita a la 'tercera Roma'. Con lo que su puesto en los libros de historia sería doble.

El acuerdo que el Papa ha conseguido con el régimen chino es marcadamente pastoral, pero a nadie se la escapa que esconde un profundo sentido político-religioso. En cualquier caso, un primer paso. Porque con la China ése es el método: el paso a paso.

En esencia, se trata de que Roma reconoce a 7 obispos de la Iglesia patriótica china (brazo religioso del partido comunista), designados unilateralmente. Por su parte, el Gobierno chino reconoce oficialmente y deja de perseguir y encarcelar a los 20 obispos 'clandestinos', es decir los que son fieles a la Iglesia de Roma y fueron consagrados con el 'placet' de las autoridades vaticanas.

Además, a partir de ahora, los nuevos obispos serán elegidos de común acuerdo entre las dos partes, pero teniendo Roma la última palabra. Un acuerdo mucho más ventajoso y que deja mayor libertad a la Iglesia que, por ejemplo, el que mantuvo con al régimen de Franco, que éste sí tenía derecho a veto. China, en cambio, simplemente supervisará las listas de episcopables que lleguen a Roma, pero no podrá oponerse a los nombramientos episcopales vaticanos.

Una simple cuestión pastoral, pero que encierra un profundo simbolismo para la Iglesia. Por un lado, garantiza la no injerencia del Estado chino en los asuntos internos de la institución. Pero, sobre todo, escenifica hacia adentro y hacia afuera la comunión eclesial.

Cuando algunos rigoristas (incluidos ciertos cardenales y obispos) critican a Francisco y amenazan con un cisma, el Papa suelda y une afectiva y efectivamente a las dos Iglesias católicas chinas, hasta ahora separadas: la patriótica, dependiente del régimen, y la vaticana, que mira a Roma. En total, 7 obispos patrióticos y 20 'vaticanos', para una comunidad de entre 10 y 12 millones, que representan tan sólo el 1% del inmenso océano poblacional chino.

Nadie duda de que, después de este primer paso, vendrán otros. Entre ellos, la reanudación de las relaciones diplomáticas, interrumpidas tras la revolución de Mao, y una probable y próxima visita del Papa a Pekín.

Se abre para Roma el último país que tenía cerrado a cal y canto. Y no es un país cualquiera, sino la gran potencia mundial y asiática. Con su apertura, Francisco lanza a su Iglesia a la conquista de la última frontera, la del Asia.

Y Bergoglio cumple uno de sus sueños más queridos. “Usted no es tan santo como para convertirse en misionero”. Así contesta el General de los Jesuitas, Pedro Arrupe, al entonces joven Jorge Mario Bergoglio, que le suplica que lo mande de misionero a Asia. Al instante, quizás para suavizar la negativa, el Prepósito vasco añade: “Usted tuvo una enfermedad de pulmón; eso no es bueno para un trabajo tan duro”. Era el año 1965. Arrupe visitaba Argentina y Bergoglio tenía 29 años, y era “maestrillo”, la etapa de dos años en la que los seminaristas jesuitas interrumpen sus estudios para dedicarse a dar clases en algún colegio de la orden.

Desde entonces (y desde mucho antes), Bergoglio lleva Asia en su corazón. Fue su sueño juvenil, truncado por la enfermedad. Un sueño compartido con otros muchos jesuitas. Porque Asia forma parte del adn de la Compañía. Desde nuestro Francisco Javier hasta Matteo Ricci, el continente asiático funcionó como un imán seductor para oleadas sucesivas de “compañeros de Jesús”.

Era y sigue siendo la última frontera del catolicismo. El continente religioso por antonomasia, cuna de las más antiguas y mayores religiones de la humanidad, que parecía y sigue pareciendo impermeable a la fe cristiana. De hecho, todavía hoy, el catolicismo representa sólo al 3% de los asiáticos. Una gota en el mar.

El cristianismo, que conformo Occidente desde Constantino en adelante, es visto en Asia como una religión “moderna”, extranjera (a pesar de haber nacido también en el Asia Menor), sin arraigo entre ellos, con una doctrina y unos ritos muy alejados de su sensibilidad religiosa ancestral. A esta impermeabilidad cuasi natural de Asia al cristianismo, hay que sumar los errores cometidos por la propia Roma.

Hubo un momento en que la enorme China estuvo a punto de ofrecer carta de ciudadanía al catolicismo inculturado de Matteo Ricci, pero Roma tachó los sabios intentos del jesuita de “herejías” y “supersticiones”. Y como tales, los mantuvo hasta 1939, cuando, por voluntad de Pío XII, un decreto de Propaganda Fide rehabilitó el método jesuita. Como casi siempre, con siglos de retraso y un daño inmenso a la expansión de la fe católica. De hecho, la única nación asiática mayoritariamente católica es Filipinas. En todas las demás (incluida la inmensa China), el catolicismo es residual.

Pero al Francisco desde siempre apasionado por Asia le encantan los retos. Le gustan las fronteras y las periferias, como repite con palabras y hechos. Al Papa Benedicto es un enamorado de la esfera, en la que cada punto de la superficie es equidistante del centro romano. De ahí su eurocentrismo teórico y práxico. Ratzinger siempre pensó que, si el catolicismo volvía a conquistar la cultura y la intelectualidad europeas, el efecto contagio llegaría a todas partes de la mano de la potencia intelectual de Europa.

A Francisco, en cambio, le encanta el poliedro, en el que cada cara es original y encierra diversas potencialidades. Asia en general y China en concreto son, para el Papa Bergoglio, la cara del poliedro que precisamente Matteo Ricci llamaba “el fin del mundo”. Francisco empieza a escribir el futuro asiático de su Iglesia.


José Manuel Vidal
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