La plataforma reabre el mito sin repetirlo La criatura y el mundo roto: teología, literatura y crítica cultural desde el Frankenstein de Netflix

El Frankenstein de Netflix
El Frankenstein de Netflix

"El film tiene algo de epifanía laica: no ofrece dogmas, pero deja entrever una verdad incómoda. No denuncia con estridencia; simplemente expone un hecho: el monstruo no es la criatura, sino la estructura"

Hay mitos que resisten la erosión del tiempo porque hablan menos del mundo que los produjo y más del mundo que seguimos habitando. Frankenstein es uno de ellos. Desde 1818, cuando Mary Shelley publicó Frankenstein; The Modern Prometheus, la pregunta que late en su interior —¿qué significa crear y qué significa abandonar?— ha acompañado cada crisis moderna. La nueva adaptación disponible en Netflixreabre el mito sin repetirlo: ilumina desde otro ángulo el dilema del creador, la fragilidad de la criatura y la violencia cultural que define quién merece existir.

El film tiene algo de epifanía laica: no ofrece dogmas, pero deja entrever una verdad incómoda. Somos una sociedad capaz de producir maravillas técnicas pero incapaz de hacerse cargo de los seres —humanos, sociales, simbólicos— que nacen de nuestras propias manos. Y aunque la película es reciente, no es “nueva”: llega a un ecosistema cultural en el que todo envejece a la velocidad del algoritmo. Ese vértigo hace que la criatura se vuelva un espejo de nuestras fracturas.

Creemos. Crecemos. Contigo

En América Latina, donde la precariedad puede volverse paisaje, Frankenstein resuena de forma particular. Habla de cuerpos rotos, de historias interrumpidas, de dignidades negadas. Y en esa resonancia podemos encontrar un diálogo fecundo entre literatura, teología —entendida como reflexión sobre el sentido, no como catecismo— y crítica cultural.

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La película desplaza inteligentemente el centro del horror. Ya no son los tornillos, las cicatrices ni la torpeza motriz lo que produce inquietud. Lo verdaderamente perturbador es la indiferencia del mundo ante un ser que solo busca reconocimiento. Shelley ya lo sabía: su criatura no era un villano, sino un marginado. En la novela, el monstruo lamenta su exclusión con una lucidez que duele: “I was benevolent and good; misery made me a fiend” (Shelley, 1818/2003, p. 102).

La película retoma esa tradición, pero la sitúa en nuestro presente cultural, donde la exclusión no siempre se ejerce con violencia explícita: muchas veces es un algoritmo el que decide quién merece ser visto.

Zygmunt Bauman describió la modernidad como una fábrica de residuos humanos: “la producción de ‘poblaciones superfluas’ es inherente a la lógica moderna” (Bauman, 2005, p. 35). La criatura encarna esa “superfluidad”: no cumple un rol funcional, no encaja en la narrativa del éxito, no posee atributos valorizados por la cultura del rendimiento. Es un sobrante.

En América Latina conocemos bien ese mecanismo. Poblaciones enteras han sido declaradas prescindibles: indígenas desplazados por economías extractivas, jóvenes urbanos atrapados en trabajos precarios, migrantes que huyen de conflictos perpetuos. El monstruo, entonces, no es un arquetipo distante; es una figura cotidiana.

La película se vuelve un espejo ético: no señala con el dedo, pero obliga a preguntarse cuántas veces hemos jugado, consciente o inconscientemente, el papel de Víctor Frankenstein, asustándonos de aquello que nosotros mismos hemos producido o abandonado.

El relato de Shelley es un mito moderno sobre el “creador irresponsable”. A diferencia del Dios bíblico —que “vio que era bueno” (Gn 1, 31) y sostuvo su creación— Víctor Frankenstein contempla su obra y huye. Paul Tillich identificó esa huida como uno de los síntomas espirituales de la modernidad: la incapacidad de asumir responsabilidad por la libertad creativa que poseemos (Tillich, 1952).

"Es tentador ver en Frankenstein un símbolo de Silicon Valley: el creador que inventa mundos pero no se hace cargo de las consecuencias"

La película actualiza esa idea al presentar un creador movido no por compasión o cuidado, sino por fascinación técnica. En un tiempo en el que la inteligencia artificial, la biotecnología y los sistemas automatizados redefinen la vida, esta figura se vuelve inquietantemente familiar.

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Es tentador ver en Frankenstein un símbolo de Silicon Valley: el creador que inventa mundos pero no se hace cargo de las consecuencias. No porque la película busque esa analogía —sería injusto reducirla a un panfleto— sino porque el mito permite esa lectura.

La teología, en su mejor versión, siempre ha advertido que “crear” no es solo producir algo, sino responsabilizarse de su destino. La tradición judía habla del tikkun olam, la reparación del mundo, como parte de la tarea humana. La tradición cristiana concibe la creación como un acto continuo, no un instante inicial: Dios no abandona su obra porque crear implica sostener. En ambos casos, la figura del creador va unida al cuidado.

La película invierte ese principio: el creador que abandona produce criaturas heridas. Y la criatura herida, a su vez, revela la herida del creador. Es una teología profunda, pero sin sermones.

Una de las imágenes más potentes de la adaptación es el cuerpo de la criatura: un ensamblaje de fragmentos que no oculta su procedencia. A diferencia de otras versiones donde el monstruo aparece como amenaza, aquí su cuerpo es testimonio.

Michel Serres sugería que “el cuerpo es la memoria más antigua” (Serres, 1993). La criatura lo encarna: cada costura es una biografía trunca, cada cicatriz una historia que no llegó a completarse. El cuerpo remendado es el archivo de un mundo que produce vidas incompletas.

Para América Latina, esta metáfora es particularmente fecunda. Nuestras sociedades han sido remendadas una y otra vez: dictaduras, guerras civiles, desplazamientos, violencias estructurales, despojos económicos. Nuestros cuerpos colectivos están cosidos. La criatura no es ajena; es nuestra.

Frantz Fanon hablaba del cuerpo colonizado como “cuerpo herido”, marcado por la historia (Fanon, 1952). La película —aunque no trata de colonialismo— permite leer esa herida desde otro ángulo: el cuerpo vulnerable como lugar de revelación. En un mundo que idolatra la apariencia pulida, la criatura muestra que la verdad está en las fracturas, no en los filtros.

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Si hay un gesto teológico profundo en la película, es este: la humanidad se juega en la mirada. La criatura no busca aceptación universal; quiere una mirada que no lo reduzca al horror. Quiere ser leído más allá de su superficie rota.

"La película sugiere que el amor no es un sentimiento, sino una forma de mirar"

Emmanuel Levinas afirma que “la ética comienza en el rostro del otro” (Levinas, 1987). No es el discurso, ni el pacto, ni la ley: es el rostro. Ese es el punto en el que la criatura se vuelve un personaje ético y no solo literario: su rostro —torpe, cosido, desconcertado— reclama responsabilidad.

La película sugiere que el amor no es un sentimiento, sino una forma de mirar. No el amor romántico, sino la hospitalidad ética: acoger al otro incluso cuando su mera presencia perturba lo que consideramos “normal”.

En eso también dialoga con nuestra realidad latinoamericana. La hospitalidad —la que reciben migrantes venezolanos, campesinos despojados, indígenas criminalizados— es en muchos casos un acto de resistencia. No es un gesto privado: es una afirmación cultural y política.

Cuando la criatura encuentra una mirada compasiva, el film cambia de tono. No porque el conflicto se resuelva, sino porque la humanidad aparece. Ese es el punto más teológico del relato, y también el más literario.

La cultura contemporánea vive obsesionada con la perfección performativa. Debemos tener el cuerpo adecuado, la productividad adecuada, la emocionalidad adecuada, la imagen adecuada. El algoritmo vigila y distribuye recompensas. En ese contexto, la fragilidad es un escándalo.

Byung-Chul Han lo ha descrito con precisión: “la sociedad del rendimiento genera sujetos exhaustos, incapaces de tolerar la negatividad” (Han, 2010, p. 45). La criatura es la negatividad absoluta: torpeza, lentitud, asimetría, silencio. Es todo aquello que la cultura actual reprime.

Por eso la película funciona como crítica cultural. No denuncia con estridencia; simplemente expone un hecho: el monstruo no es la criatura, sino la estructura que exige perfección y descarta lo que no la cumple.

Necropolítica latinoamericana - Esquerda Online

Esta lectura se alinea con lo que Achille Mbembe llama “necropolítica”: sociedades que deciden quién merece vivir o quién merece ser olvidado (Mbembe, 2003). La criatura, en ese sentido, es la figura de aquellos que viven en el umbral de lo desechable. La película no necesita decirlo explícitamente. Basta la imagen del monstruo buscando un lugar para existir. Nosotros, espectadores, completamos la ecuación.

El Frankenstein de Netflix no pretende ser religioso. Pero plantea una pregunta espiritual: ¿qué hacemos con nuestras criaturas? No solo con las biológicas, sino con las sociales, simbólicas, políticas, tecnológicas.

Creamos sistemas económicos que generan exclusión y luego decimos que “es inevitable”. Creamos redes sociales que consumen la salud mental de los jóvenes y decimos que “así funciona el mundo”. Creamos narrativas de éxito que dejan fuera a la mayoría y luego culpamos a quienes no logran entrar. En ese sentido, la película es un examen de conciencia cultural.

"Frankenstein puede leerse como un relato europeo sobre la responsabilidad creadora; pero también como un espejo de la condición latinoamericana"

La criatura nos obliga a reconocer que la modernidad produjo sujetos que nadie quiere reclamar como propios. Esa es la herida espiritual de nuestro tiempo: no que Dios haya muerto —como anunció Nietzsche— sino que los creadores humanos huyen de sus propias obras. Tal vez por eso el mito de Frankenstein nos sigue acompañando: porque se parece demasiado a nosotros.

Frankenstein puede leerse como un relato europeo sobre la responsabilidad creadora; pero también como un espejo de la condición latinoamericana. Somos criaturas remendadas por la historia: fragmentos de modernidad, colonialidad persistente, espiritualidades híbridas, instituciones inacabadas. Pero también somos creadores que no siempre asumimos nuestra tarea: abandonamos proyectos colectivos, perdemos memoria histórica, dejamos que la violencia sea heredada sin transformación.

Desde una lectura latinoamericana, la criatura encarna la vulnerabilidad que recorre nuestros territorios: la dignidad herida que exige ser mirada. La película puede entonces dialogar con autores como Dussel, quien insiste en que “la modernidad se constituye desde la negación del otro” (Dussel, 1994). La criatura es ese otro negado: un producto de la modernidad que la modernidad no quiere reconocer.

En ese sentido, la película no solo es un mito moderno: es un mito decolonial, aunque no haya sido escrita con ese propósito.

Más que una lectura moralizante, deja una sensación: la necesidad urgente de reconciliarnos con nuestras criaturas. Con las personas que la cultura descarta, con los vínculos que hemos roto, con las historias que hemos abandonado, con los proyectos colectivos que hemos dejado incompletos.

La criatura, en su vulnerabilidad, recuerda una verdad antigua: la humanidad empieza en el cuidado del otro. No en el éxito, ni en la simetría, ni en la perfección. Mirar la herida sin horror podría ser nuestro primer acto de responsabilidad. Acompañar lo roto podría ser nuestro primer gesto de justicia. Porque tal vez, después de todo, no hay monstruos: solo criaturas esperando una oportunidad de ser miradas.

Referencias.

Bauman, Z. (2005). Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias. Paidós.
Dussel, E. (1994). 1492: El encubrimiento del otro. Plural.
Fanon, F. (1952). Peau noire, masques blancs. Seuil.
Han, B.-C. (2010). La sociedad del cansancio. Herder.
Levinas, E. (1987). Totalidad e infinito (A. Ortega, Trad.). Sígueme. (Trabajo original publicado en 1961).
Mbembe, A. (2003). Necropolitics. Public Culture, 15(1), 11–40.
Serres, M. (1993). Les cinq sens: Philosophie des corps mêlés. Grasset.
Shelley, M. (2003). Frankenstein; or, The modern Prometheus. Penguin. (Trabajo original publicado en 1818).
Tillich, P. (1952). The Courage to Be. Yale University Press.

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