Desposado al fin, y sigo siendo sacerdote. Testimonio.

Asociación de Sacerdotes Casados de España ASCE

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Desposado al fin, y sigo siendo sacerdote. Testimonio.

Unos días antes de la boda llega desde América Epifanio Echeverría. Charlamos largo y tendido. Él alababa mi postura de fe. Había presenciado la secularización de compañeros de una forma muy distinta. Angelines y yo nos confesamos con él antes de la boda.

Anillos de boda


Invité a la ceremonia solamente a mi madre, hermanos y sobrinos por parte familiar; y a los amigos íntimos sacerdotes. Epi concelebraría.
Habíamos decidido el lugar: la Iglesia de Sorauren. El 14 de agosto, a las cinco de la tarde, sería la ceremonia, en estricta intimidad. En un hostal próximo a la iglesia, nos reuniríamos para fraternizar, en una sencilla merienda.
Me encontraba tranquilo. Confiaba en Dios: el nuevo estado de vida me resultaría bien.

Ya está ataviada Angelines. A ella le van a acompañar su hermano como padrino; mi madrina, Ana Mari. Por parte de Angelines acuden su madre, tía Ángeles y Tere Contín, además de su hermano.
No hay órgano que toque la marcha de Mendelshon. Angelines y yo vamos a unir nuestras vidas; ha llegado el día tan deseado. La providencia de Dios nos ha ido guiando. Incluso en esta vida llegamos a comprobar, a largo plazo, la mano divina.


El mismo Dios que aceptó mi entrega en el sacerdocio, preside ahora nuestro amor. No contemplo un Dios rígido, con criterios de hombre feudal. Lo veo Padre que nos ama y mira con inmensa ternura mi generosidad grande y mis pocas fuerzas de resistencia.
Vírgenes llegamos los dos al matrimonio. Juntos fuimos descubriendo la maravilla del amor humano: experiencia muy distinta a la teoría de libros y novelas.
Dimos nuestro consentimiento con plena consciencia de que nos convertiríamos en esposos para toda la vida. Bebimos del mismo cáliz: nuestras alegrías y penas serían compartidas.
Y guardamos en triduo de Tobías.

El día diecisiete decidimos marchar de viaje a Galicia. Lentamente recorrimos toda la costa cantábrica con su monótono verdor. No podíamos dormir en hoteles, porque mi carné de identidad no lo había renovado; nos hospedábamos en pensiones particulares.
Pudimos contemplar mucho arte. Más bello resultó el espectáculo de la naturaleza en pintorescos paisajes de mar y bosque. No podíamos permitirnos el lujo de restaurantes, pero resultaba con sabor dormir en un pueblo de Orense, escuchando el bucólico sonido de los cencerros.

José María Lorenzo Amelibia


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