Para obispos y todos los demás. LV — EN LA ESCUELA DE EJERCICIOS y NUEVO DESTINO Y PAISAJE DISTINTO

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía

LV — EN LA ESCUELA DE EJERCICIOS

HABIA RECIBIDO propaganda de un cursillo de dos meses que se celebraría en el seminario de Vitoria, dedicado a la formación de directores de ejercicios espirituales. e convenía asistir a él. ¿Quién sabe si esta preparación pastoral me haría útil en esas rama de apostolado de la palabra, y a la vez centraría mi estado de ánimo?

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Escuela de Ejercicios

Doce compañeros de diversas provincias españolas nos reunimos en torno a don Joaquín Goicoecheaundía y don Angel Suquía. Allí encontré a don Francisco Bujo, el cura de El Villar, que me acogió la noche de mi peregrinación a Codés. El sería el padre espiritual del grupo. Pocos meses después, fallecía el pobre, víctima de accidente.

Fiel a mi espíritu de no contagiar a nadie mi enorme angustia interior y casi desesperación, aparecía ante todos como el más alegre. Incluso, como reacción altruista, desbordaba alegría. Nadie podía sospechar mi drama interior. Tenía que aprovechar mi estancia en la ciudad para consultar a un siquiatra. En una primera visita me indicó que, para aplicarme el electro schock, era preciso que alguien me acompañase, existían riesgos.

Escribí a Araceli una breve carta: que pidiera a Dios por mí. Enseguida respondió con unas líneas llenas de ternura. Yo le expresé mi alegría si ella entraba religiosa; así nos ayudaríamos mucho con la oración. No la olvidaría ni un sólo día ante el Señor. Emocionante fue su respuesta; eso le pedía a Dios. Ningún hombre le agradaba. Lloraba de alegría, pero no acababa de decidirse.

Mi depresión seguía en aumento. Acudí al psiquiatra, acompañado de Goyo. Me aplicaron tres sesiones de corrientes eléctricas. Al colocarme los electrodos en las sienes, perdía instantáneamente el conocimiento. Una hora más tarde despertaba. Quedaba con la memoria obnubilada. Ni siquiera sabía dónde me encontraba. El tratamiento resultaba extremadamente duro. Me aterraba perder la conciencia de una manera fulminante. Y no quise seguir. Me recetó el doctor unas pastillas que inducían el sueño. La dosis creo que era excesiva, porque un día, después de tomar las grageas, caí al suelo dormido. Hubieron de llevarme a la cama entre dos compañeros. Los días en el seminario de Vitoria transcurrían con interés. Merecía la pena escuchar a aquellos hombres expertos. ¿Podía algún día yo dirigir una tanda de ejercicios?

Celebraba misa todos los días en el coro de la capilla, como todos mis compañeros. Me unía fuertemente a Cristo que tenía en mis manos. Le hablaba con lágrimas en los ojos: "No permitas que jamás me aparte de ti". Hubiese querido detenerme en aquellas Eucaristías; que no transcurriera el tiempo; permanecer junto a Cristo todos los días de mi vida. Pocas épocas he pasado con mayor fervor. Quería vivir tan penetrado con Jesús como la lámpara del sagrario con el aceite. Vivir siempre unido a mis compañeros en íntima amistad, pero sin aprisionar mi corazón en el amor humano.

Los fines de semana regresaba a mi parroquia para atender a mi feligresía, aunque es taba bastante lejos. Un sábado quise romper de una vez con aquellas redes que detenían mi alma. Increpé con paz a Araceli por su conducta. Desde entonces dejó de mirarme con ojos de enamorada. Un chico venía a festejarla los domingos por la tarde. Por una parte, estaba mi deseo de no separarme de ella, mas las puertas del matrimonio permanecían cerradas para mí. Los celos me devoraban. Lloraba y gemía horas enteras cuando nadie me veía. Mi depresión era total. Y así terminé el cursillo de Vitoria. A pesar de mis tormentos, trabajé con interés. Hasta fui capaz de redactar una tesina sobre el "Principio y fundamento" y el libro de Tissot "La vida interior".

El título que me otorgaron me capacitaba para dirigir ejercicios espirituales. Otro título logrado por mi sufrimiento interior me descubría la grandeza y miseria del corazón humano. Me sirvió de mucho para comprender a personas atormentadas.

ALAMARRO ES ARS, PERO YO NO SOY EL SANTO CURA

BELLO PAISAJE. Sombrío en las mañanas de invierno. A las doce aparecía el astro saludando, filtrándose por las ventanas del templo, cercano a mi casa. En esos momentos, constante, visitaba yo la escuela todos los días para hablar a los niños de la grandeza del Buen Dios. Pero, ¡qué poco éxito! Había en el pueblo un señor joven gordo como nadie. Se llamaba Jerino.

Explicaba yo a los chavales que un Niño muy bueno nació en Belén. - ¿Cómo se llamaba ese Niño?, les pregunto: - A ver, a ver ¿quién sabe? - Yo no. Yo tampoco. - A ver el Niño Je... - ¡El niño Jerino!, dice un chavalín de piernas muy flacas. No faltaba nunca el simpático gordinflón Jerino a las romerías organizadas por el concejo. Dos horas enteras, a caballo, invertíamos para celebrar la misa en Santa Catalina. Grandes ollas de cordero en chilindrón esperaban como premio a los sacrificados aldeanos, que ascendían a las alturas de la sierra. Para que los perros no rabiasen, había que ponerles la señal de la santa con hierro candente. Con la conciencia tranquila sometían a los pobres animales a aquel suplicio innecesario. Días más tarde el veterinario vacunaba a los canes: medida más segura y humanitaria que la tomada en la ermita. San Onofre dominaba el pueblo desde un montecillo situado en la parte sur. Contaban que en el siglo pasado lo sacaban de su silenciosa morada, para que se mojara bien porque no cesaba de llover. Incluso parece que hubo conatos de apedrearlo.

Con mi hermana y familia subíamos en paseo reposado a los aledaños de la ermita, a pasar la tarde en los días tibios de primavera. Todavía la enfermedad no le impedía el paseo. La iglesia pequeña de La Asunción estaba situada en la parte oeste del pueblo como una vivienda más. Muchos feligreses ofrecían misas y había que celebrarlas en el lugar. Unos manzanos planté en mi huerta próxima a la ermita. Nunca probé sus frutos. ¿Habrá algún fruto ya? ¿Y lo habrá de mi mensaje evangélico?

Pedro Angel nos visitaba. Había conseguido cumplir el servicio militar en la Guardia Civil, y disfrutaba de los permisos junto a nosotros. Trajo para nuestro uso una radio tocadiscos. Se nos ocurrió colocar el potente altavoz en la torre. Desde allí se lanzaba por los aires villancicos y música religiosa. La iniciativa ambientaba el valle con bellas tonalidades.

Araceli marchó a una tanda de ejercicios junto a otras jóvenes del pueblo. Pretendía decidir su vocación resolver sus problemas. Volvió sin decidirse por nada. Una noche, después del rosario estando solo, me caí en la sacristía, dentro de una crisis de angustia. No llegué a perder la razón. Mi deseo era que nadie se percatase de cuanto me ocurría. Ella me vio en otra ocasión en trance semejante dentro de mi casa. Me dijo una vez que dejaría a su novio; que estudiaría más su vocación. Incluso me entregó una carta, dirigida a su pretendiente, para que la echara yo al buzón. No la quise echar.

Con la perspectiva de veinte años no juzgo a esta chica con la dureza de entonces. En aquellos días no podía comprender su alma. Hoy la juzgo como llena de represiones y ¡cuánto tuvo que sufrir! A fin de cuentas, si ella llegó a quererme, había de renunciar a un amor imposible.

Llegó Paco Macaya a visitarme en la parroquia. No le descubrí el problema que yo llevaba encima. A nadie, fuera del secreto sacramental. El recuerdo del secretario de cámara, don Sixto Iroz, me obligaba a ser cauto. Después de cenar nos quedábamos Paco y yo, casi hasta el amanecer, charlando en íntima y agradable conversación.

Jesús Fernández y Pedrito Ibáñez también desfilaron por casa con ocasión de predicaciones extraordinarias. La tertulia con ellos se prolongaba hasta las dos de la mañana.

En alguna ocasión llegué a besarme con Araceli. Besos de hermanos, decíamos. Creo que la Providencia nos sacó del peligro. Aquel mes de abril me sentía más tranquilo. Nos escribíamos cartas de amor espiritual, tratándonos como hermanos. El día 28 terminó todo, cuando se enteraron sus padres. Mi madre también se enteró y se disgustó mucho.

Paseaba después delante de mí con su novio. Tuve que ponerme en tratamiento psiquiátrico. Quería vivir feliz mi sacerdocio, pero no lo conseguía. Mi depresión era muy profunda. Hubo algo que me ayudó indirectamente en todo esto:

Don Luciano, el cura de Rumos, iba a marchar pronto a Calahora como beneficiado. Me encomendaron del obispado el servicio de aquel pueblo. Tenía una casa parroquial nueva, con salón para reuniones y todo; era un pequeño chalé. Poco tiempo me quedaba para residir en el pueblo de Almarro.

El Dr. Lizarraga que me atendía, calificó mi mal como depresión reactiva. Me impuso un tratamiento duro. Mi espíritu se excitaba más aún. En una crisis de depresión hubo de asistirme el médico del pueblo. Entonces suspendieron aquel tratamiento y me aplicaron otro más relajante. ¡Drogas y más drogas! Los médicos mismos comprendían que la única solución era el matrimonio.

Me visitaron por aquellos días el Vicario General, don Juan Ollo y don Martín Larráyoz; no por mí, sino por valores artísticos posibles del templo, para el museo diocesano. Al menos se dignaron saludarme y charlar amigablemente conmigo. Lo agradecí.

Disfrutaban los mozos con los bailes domingueros. Mal nos habían hablado de esta costumbre navarra. El obispo Olaechea publicó una pastoral, condenando el baile agarrado como algo inmoral. Mi criterio entonces era estrecho en relación con este entretenimiento. Por otra parte me desesperaba pensar que Araceli se podía encontrar entre los danzantes. Comenté en una reunión de juventud la pastoral del antiguo prelado. La reacción fue desfavorable, y nadie hizo caso.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.


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