Para obispos y todos los demás. EL FEBRERO DEL FRIO Y LOS MESES SIGUIENTES

 La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

XL

EL FEBRERO DEL FRIO

Y

LOS MESES SIGUIENTES

LA TARDE del último día de enero nevó algo: menudos copos como azúcar fina cubrían el suelo, y jugaban nerviosos, sin conseguir acomodarse en el montón ni serenarse. Era el preludio de los días más crudos que he conocido. Durante la noche lucían las estrellas. Al amanecer, se cubría el cielo con un toldo gris que desaparecía después bajo el influjo de la luna. Dieciséis bajo cero apuntaba el termómetro el día de la Candelaria. El río Arga se heló. Podía atravesarse a pie por cualquier remanso. Los pinos se secaron, las tuberías reventaban, el interior de las celdas no subía de cinco bajo cero. En la segunda quincena de febrero sopló durante algunas horas un viento del sur. En la cartelera apareció el siguiente anuncio: "Abran las ventanas; provoquen corrientes de aire. En la calle el termómetro señala 5º, en el interior del edificio, -2º."

frío

El febrero del frío

Al finalizar aquella temporada polar, el 26 de febrero, mi abuela dejaba este mundo. Aquella viejecita arrugada y muy flaca, la madre de mi madre, la que con tanto cariño me recibía todos los veranos y con tanto afán quería que yo fuera sacerdote. Ella era muy religiosa; recibía todos los meses la capilla de la Virgen de Fátima. Hacía dos años cerraba los ojos de su esposo, a quien hizo la vida agradable. Dios le premiará tantos desvelos.

Don Pablo Velilla, el profesor raro, sabio, prestigio de la ciencia y deán del cabildo catedral, intercedió en el retiro de mi padre. Fue atento conmigo. Me mandó una célula, consignando las gestiones realizadas por él. Fue su influencia útil; muy de agradecer.

El ingeniero Antonio Sagaseta, el de las manos rojas por el frío y los sabañones, subía las gradas del Altar en las primeras heladas de aquel febrero glacial. Y quiso celebrar su primera Misa en el día de los grupos obreros. La tarde disfrutó entre nosotros y los hoacistas de Pamplona, con una velada en el salón de actos. Guardo un recuerdo grato de aquellos últimos años del seminario; con la compañía de aquellos fervorosos seminaristas que tan distintos caminos han recorrido en su vida: Sagaseta el ingeniero, falleció muy pronto después de haber hecho felices a unos niños en las fiestas de San Fermín; Bernardo Maisterra, vive feliz en un pueblo diminuto con una existencia eremita parcial y con gran fama de santidad. Peor suerte ha corrido nuestro amigo José Mª Buzunáriz, uno de los compañeros que disfrutó de mayor fama de santidad durante su estancia en la Casa Grande. Marchó a América, antes de ordenarse. Después perdió la fe por completo. Le escribo de vez en cuando. Le recuerdo los tiempos de antiguo fervor. Nada. Pero tengo confianza en que Dios le dé una gracia del todo eficaz. Fue muy generoso y nos estimuló a la virtud.

¡Qué curioso! Un retiro entero sobre "los respetos humanos". En mi cuarto curso de latín no existía, pero después por desgracia, un poco me ha podido. Pero creo que en este sentido no necesito demasiado estímulo. Seguía yo profundizando en la oración, sirviéndome de dos libros principalmente: "La vida interior" de Tissot y los pensamientos de Sor Isabel de la Trinidad. Aquel año no había distracciones. Nada me quitaba la paz. Frecuentemente me preguntaba: ¿Dónde está mi corazón? Agradecía al Señor las cosas agradables y también las molestas. Con esta práctica conseguí sentirme feliz hasta en medio de las circunstancias más ingratas. ¡Lástima que no calase esta costumbre hasta hacer hábito en mí! Ahora sigo trabajando en el mismo sentido.

El contacto con Dios que habita en lo profundo de mi ser, Dios en su Trinidad. "Mis Tres en Uno", que decía Sor Isabel, lo mantenía constante. El espíritu de oración permanecía en mí durante las horas del día. Esto sí que se fue haciendo habitual. Aun en los peores tiempos, desde entonces, no ha habido, creo, ni un solo día en que no haya mantenido contacto con Dios.

Mi hermana me regala una pluma estilográfica; algo muy cotizado en aquellas décadas, una parker 21 que costaba seiscientas pesetas. Uno de los obsequios que más ilusión me han producido en mi vida. Y buena pluma debía de ser. Pocos días después me encarga Don Agustín Arbeloa un artículo para el Libro de Oro. Lo titulé, "El seminario por dentro". ¡Lástima que no lo conserve! He de procurar una fotocopia de él, y añadirlo como un anexo a esta biografía. En la revista de vacaciones el Sr. Rector citaba unos párrafos de él. Me agradó.

Por primera vez comulgué el día de viernes santo. La liturgia había cambiado en este sentido. Aquel año fue el primero en que recibí a Jesús todos los días, sin dejar ni uno solo. No estuve enfermo ni un solo día.

Conservaba la serenidad interior en todas las circunstancias. El sacrificio no está reñido con la alegría. La voluntad de Dios bien cumplida causa en el alma profunda satisfacción. Estos criterios los adquirí entonces y los conservo en toda su lozanía. Y con frecuencia filosofaba de esta manera: He oído decir que entre hombre y hombre va el canto de una uña. Admiro a esos seres ecuánimes; subyugan. Dan la impresión de un mar de aceite en calma; sin pasiones ni malas inclinaciones. Pero tal vez nada de esto sucede en la realidad. ¿Por qué serán tan distintos que yo?

Yo ahora doy más impresión de paz y de serenidad. Parece que la vida me sonríe. En poco más de un año he aumentado quince kilos. Cuando llega la asfixia de la obsesión, me abandono en los brazos de Dios. Confiar en Dios, amar, ese es el secreto de mi vida.

Una plática sobre la Virgen refuerza mi devoción a ella. No recuerdo haber recibido mayor impresión nunca al oír hablar de ella. Necesitaba desahogar mi corazón en María, Madre. Se me agolparon las lágrimas en los ojos. Quisiera que mi devoción a la Virgen deje de ser meramente racional. Desde hacía tiempo que no sentía un amor sensible por la Madre. Y me da pena, pero no duró mucho aquel afecto sensible, porque hoy continúa el racional. En fin, no está en nuestra mano provocar el sentimiento.

Fue aquel año cuando por primera vez hablo a los demás y escucho mi voz por cinta magnetofónica. En primero de Filosofía, cuando yo era presidente de la Academia de Misiones, organicé un guión radiofónico y sugerí a Morondo que él lo dirigiera. Aquel compañero, por lo demás bueno y paño de lágrimas de muchos, tuvo la poca atención de no permitirme tomar parte, a pesar de mi deseo, en aquel guión. No hubo modo. Me admiro de que un muchacho de diecisiete años sepa seleccionar actores, lectores y voces de tal manera que rechace al que le llamó y dio la iniciativa, a quien comenzó a mover todo. No logro entenderlo de ninguna manera, a pesar de que este fenómeno se ha dado muchas veces en mi vida: he levantado la liebre, y, después, el cazador espabilado la ha matado. Creo que me va ocurriendo algún centenar de veces. Morondo, el seminarista bueno a carta caval, me marginó después de haberlo yo promocionado a él. Y estoy convencido de su buena voluntad y bondad total. Pero también tengo una gran estima de mis valores y de que lo podía hacer yo mejor que la mayoría. Son misterios de las personas que uno nunca llega a comprender.

Hoy casi me admiro más de lo contrario: de que comience yo una iniciativa y no vengan otros después a quitármela y a procurar arrinconarme. ¿Envidia? ¿Afán de protagonismo? ¿Excesiva seguridad mía y confianza en la bondad humana? Y eso que nunca he intentado meterme en política. ¡Ahí sí que deben de existir aves de rapiña! Lo importante es que se hagan las cosas. Si para ello a veces hay que retirarse a un segundo plano, o tal vez hacer mutis definitivamente... ¡bendito sea Dios! ¡Es tan villano armar reyertas y discusiones por "mangonear"...!

El último acto importante y nuevo para mí fue participar en la consagración de Don Antonio Ona, el Vicario General de la voz gangosa. Ha sido la única vez que he presenciado esta ceremonia tan llena de solemnidad y misterio. Entonces veía yo al obispo como lo más grande; como un ser casi extraterrestre. Hoy lo miro como un semejante, igual que una persona cualquiera, pero con mayor responsabilidad. Me da risa por dentro cuando todavía algunos se visten de colorines. Al menos todos se han quitado ya la cauda de diez metros. Si Cristo volviera…

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.


José María Lorenzo Amelibia


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