Para obispos y todos los demás. LI--- PUEBLOS DEL VALLE de mi primera parroquia

 

 La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía

LI

PUEBLOS DEL VALLE de mi primera parroquia

LA VIVENCIA religiosa de la gente sencilla no se podía fácilmente transformar con la profundidad deseada. Raras personas llegaban a barruntar la intimidad con Dios y el gozo de la caridad y de la entrega. Tropecé con la realidad. Hice lo que pude. Leía entretanto y me preparaba para el día en que arribase a una parcela más rica en elemento humano. Nunca llegó. Así decían los habitantes de aquellas aldeas. Hoy han pasado a la Historia: vacíos. Sin niños que alegren la calle; sin gallinas picoteando en los estercoleros. Los gorriones posarán en los campanarios, dueños absolutos de la situación.

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Río navarro

Don Crescencio, párroco de Dauta, y yo, servíamos todo el valle, adornado con el gris de la toba y de las margas. - En casa del Secretario o de Lucas, puedes desayunar, y almorzar todos los días. - ¿Es el bar del pueblo? - No. Aquí la gente se enorgullece de atender al cura. No cobran nada. Me admiró el detalle tan altruista. Sabroso el lomo en aceite que me proporcionaban los amables anfitriones. Mas... pocos días antes de emigrar a otras tierras, me decía mi compañero:

- He tenido unas palabras con el dueño de Casa "El Polo". ¿Qué te parece que me ha dicho? - ¿ ? - Doscientos diecisiete desayunos me debe, Don Crescencio. Creo que el buen abad de Dauta estaba equivocado con el altruismo de sus feligreses.

Nos habían imbuido en el seminario ideas sobre la dignidad del sacerdote. Muchos cristianos nos respetaban en exceso. ¿Qué pensaría de nosotros la mayoría? Poco propicio para madurar era el clima del seminario. No resultaba mejor el ambiente creado en el Valle .

Típico hombre que se desvivía en atenciones era el señor Rodolfo, "El Gambi". Desde el principio me invitó a guardar en su portal la motocicleta. El mismo elaboró una rampa de madera para que pudiera yo introducir mi vehículo con facilidad. En el momento que percibía el ruido del motor, bajaba rápidamente las escaleras, y colocaba el tablón para que en nada me molestara. Finuras de este tenor las veíamos entonces naturales. Disgusto la tarde en que, con la mejor voluntad, unos jóvenes trataban de reparar mi moto. La bujía se engrasaba, y decidieron quemarla con gasolina, que sacaron del depósito. Dejaron rastro del combustible por el suelo. Al encender la cerilla, corrió el fuego como culebra nerviosa hasta el tanque del líquido inflamable. Pensé que en unos segundos mi "Lambretta" quedaría convertida en chatarra. Yo no acertaba a respirar. ¡Quince mil pesetas de deuda, y destruido el objeto de mi inversión! ¿Tendría que empezar de nuevo? Afortunadamente encontraron unos sacos, y sofocaron el incendio en un instante. Pudo remediarse lo peor.

Amables y delicados sobremanera los vecinos de Sarabia. Allí todos parecían una familia. Solía yo hacer parada y fonda en casa de un seminarista; en ella acogían con bondad a los sacerdotes. Conservo fotografías de los pueblos y de sus gentes; al contemplarlas, parece que los años no han pasado. Pero ahora, cuando digitalizo el libro de mi vida, me parece que se trata de tiempos prediluvianos.

Desde la torre parroquial de Rual se divisa un paisaje sobrio, y al fondo la pradera del "Soto". Preocupación de todos los párrocos era convertir aquel bien comunal en parcelas de hortaliza para beneficio de los vecinos. Las familias más necesitadas se aprovecharían sobremanera. El anciano ya decrépito, Marino Ursun, se oponía a la roturación de aquellos campos. No se conseguía por eso realizar la iniciativa social. Mi amigo, Jesús Fernández, sucesor mío en Rual, logró lo que ninguno de sus predecesores pudimos. A él corresponde el mérito de una obra que a nadie perjudicó, y a muchos benefició.

La abadía era propietaria de unas parcelas de secano que daban muy pequeñas ganancias. En nada solucionaba el problema económico del clero.

Mi despacho, por nadie frecuentado. Parecía una isla de soledad. Adquirí una estufa para el invierno, y allí consumía las horas enfrascado en la lectura, estudiando y preparación de sermones y catequesis.

Las salidas eran frecuentes. Casi todos los días bajaba a Dauta a hablar con el amigo Crescencio, lleno de filosofía popular. - No corras tanto en la moto, le decía yo inquieto sentado en el sillín trasero. - No te preocupes. Aprecio mucho tu vida, pero más la mía. Y seguía muy flamenco con las manos en alto. Dejábamos el vehículo en la orilla de la carretera, y nos internábamos por el camino.- Pronto marchamos a San Juan de Darle en romería. - ¿Dónde está la ermita? - Ahora la vamos a ver. Entretenidos paseábamos contemplando la naturaleza pródiga en belleza en aquel rincón navarro. - De cada pueblo salen en procesión, cantando las letanías, precedidos por la cruz parroquial. - He visto en la sacristía vieja cruces grandes de madera. ¿Sirven para la rogativa? - Los mozos que lo desean la llevan sobre sus hombros. - El día tiene que resultar fabuloso. - Sí. Pero hay que vigilar. Desde primeras horas de la mañana observarás que en todas las curvas del camino los chicos miran a las chicas. Después de comer es el momento más peligroso; conviene que nos fijemos.

Me parecía excesivo tanto celo. ¿Qué cosa más normal y natural que las miradas atractivas entre ambos sexos? La rogativa fue extraordinaria. Una de las pocas veces que trataban con normalidad chicos y chicas. El resto del año, descontando las fiestas patronales, prácticamente se ignoraban. El diálogo con Crescencio era variado como la misma vida. - Mañana voy a Pamplona, ya traeré la nómina de los dos. - ¿No sería mejor que nos pagaran por el banco? - No cuesta nada marchar a la capital a primeros. Se aprovecha para cobrar, cortarse el pelo y confesarse. - ¿Pasado mañana acudirás al retiro a Arselles? - No faltaba más; allí se pasa bien. Arselles, nuestra pequeña ciudad. Nos reuníamos todos los sacerdotes del arciprestazgo en asamblea semi rutinaria. Allí veía invariablemente a mi amigo Jesús Fernández. Escuchábamos una plática de un padre capuchino, y resolvíamos después un caso de moral. Por la tarde, los aficionados a la baraja echaban una partida al mus ilustrado. Crescencio tomaba el pelo a los viejos, y algunos no lo soportaban bien.

El arcipreste colocó en el salón parroquial el primer televisor de la zona. Una tarde de verano nos reunimos cientos de personas para presenciar una corrida de toros. Mi padre nunca pudo apreciar este invento que tanto entretiene a niños y a mayores. Murió poco antes.

Llegó el buen tiempo. Cada quince días marchábamos en moto de excursión por los valles cercanos... Disfrutaba yo mucho saboreando la libertad. Preso voluntario en el seminario durante doce años, la salida de la cárcel dorada me llenaba de placer: ¡Pensar que ahora los seminarista estarán en clase...! No me acostumbraba a tanto gozo. Nadie que no se haya visto privado de libertad sabe qué supone determinarse por sí mismo. - Ahora salgo a pasear, porque quiero. Mañana marcharé de excursión. Hoy estudiaré tres horas. Esta noche me quedaré leyendo hasta la una. Parece imposible que decisiones tan elementales puedan resultar fuente de gozo. Porque quise; porque lo decidí por mi cuenta, me dirigí la semana pascual a Leyre para practicar yo solo una semana de retiro. El domingo de Resurrección lucía el sol, que rimaba con el acontecimiento. Al encerrarme dentro de aquellos muros, parece que se eclipsó. Los siguientes días ampos de nieve posaron su blancura en los árboles y aledaños del convento. El ambiente frío redundó en la frialdad de mi alma. Decididamente la soledad absoluta no era para mí. Me encontré triste. Unicamente deseaba terminar lo que con tanto interés comencé. No descansó mi alma en la paz del monasterio, ni mi cuerpo del bregar de la cuaresma. Al menos podía libremente asomarme a la ventana y gozar del paisaje nemoroso en suave melancolía. Un pastor llamaba en la puerta del cenobio. Sonreí. Me recordaba al que pocos días antes transportaba en mi Lambretta para que escuchara uno de los sermones que a los fieles de Irsa dirigí en las tardes de cuaresma. Merece la pena transcribir las palabras del bendito zagal: - ¡Qué bien predica, Don José María! Me da gusto oírle. Enseguida me quedo dormidico... ¡Más bien...! Como cuando oigo música.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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