Para obispos y todos los demás. LIII –- LA GRAN CRISIS. EL VALLE SEGUNDO

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

LIII –- LA GRAN CRISIS. EL VALLE SEGUNDO

CULEBRA interminable reptando a la orilla del río entre montañas, la carretera parecía que o tenía fin. Se abrió el horizonte en un valle pintoresco que muestra sus encantos veraniegos.

Llamo en una puerta de la capital del Valle, Rumos, y aparece un hombre tullido a causa de los años y de la enfermedad. Sonríe sincero y me muestra la casa del cura del pueblo, Don Luciano. Imparcial éste y ecuánime, me informa del Valle de distinto modo que mi antecesor. No era tan fiero el león. Aquel valle poseía mala fama. Decían que enviaban a él a curas castigados. - Almarro es frío en la práctica religiosa. A Misa, sí, acudirán. Celebra muy temprano. La mayoría son leñadores, y han de subir al monte de madrugada. - ¿Hay problemas de odios y enemistades? - Como en todos los pueblos. Tú prepara bien la predicación y te escucharán con gusto. - ¿Son anticlericales? - La gente es distinta de la de los pueblos en que has estrenado tu sacerdocio. Viven del monte. Su temperamento resulta bastante cerrado.

foz

la foz

Me presento en Almarro, mi nuevo pueblo, sin acompañantes. Pregunto por el alcalde. Desde la parte baja se divisa el torreón medieval. Cual gigante divino parece defender la vecindad. - Yo no le puedo tener en casa. Soy el alcalde, pero una de las personas más humildes en lo económico.- Necesito patrona tan sólo durante unos meses. Mi madre vendrá conmigo.

Está comprobado que a los curas nadie desea hospedar. Hoy ni lo hubiera intentado. ¿Qué necesidad de "patrona" teniendo casa parroquial? No nos enseñaron en el seminario a valernos por nosotros mismos. Mirando todo con la perspectiva de los años, me parece normal la falta de acogida en un hogar. El cura puede resultar una compañía desagradable: no trabaja; siempre está metido en casa. Si el hospedero tiene hijas jóvenes, habrá motivo de crítica. ¿Quién iba a decidirse a abrir su nido a ave extraña? Con dificultad, y condicionada mi estancia a unos pocos meses, me abre la puerta el señor Ambrosio.

Familia extraña para mí, aunque muy buena. Todos permanecen silenciosos cuando yo llego. Yo me veo precisado a hablar y hablar. Apenas responden con monosílabos. Me muestran la habitación; sencilla, aunque la más elegante de la casa. Recela de mí el pueblo. Mi predecesor resultó un dominante. Villa montaraz. Nombres exóticos se pronunciaban: Romualdo, Sigerico, Constancio... Una maestra mayor me causó buena impresión, doña Raquel. ¡Qué calvario le hizo pasar el cura que se marchó! Ella era mujer de categoría. Durante nuestra estancia fue buena amiga de mi madre.

Me encuentro en una mayor soledad que en el pueblo anterior. No tengo junto a mi pueblo un sacerdote amigo con quien dialogar. Don Luciano, el cura de Rumos, es mayor. Disfruta con la caza y la pesca. Es de otra generación a la nuestra. Preparo los exámenes quinquenales a la sombra de los árboles. Marcho a la Ciudad con mucha frecuencia. Se puede paliar con una moto la sensación de aislamiento.

Sincero y bruto me espeta el hijo del alcalde: - ¿Cómo se pueden aguantar los curas toda la vida sin casarse, sin relación con la mujer? De verdad, nunca supuse que me pudiera lanzar tal pregunta. ¡Qué pena no ser oportuno explicarle con sinceridad todo lo que llevaba por dentro! ¿De qué iba a servir por otro lado? - Mira, le digo, no es tan difícil. Durante doce años hemos estado preparándonos en el seminario. Tal vez a ti, mirándolo con ojos actuales, te pueda parecer insoportable. El Señor dijo: "Mi yugo es suave, y mi carga ligera". ¿Ves el breviario que llevo en la mano? No me pesa. Algo parecido ocurre con la castidad. Al hablarle yo no me convencían las razones que le daba. Seguramente a él tampoco le convencían. Pero, ¿qué otra cosa podía decirle?

De momento se avecinaba el problema económico. Serviría dos pueblos. Murrialde, el segundo, no tenía nómina asignada del obispado por ser anejo. El concejo ofrecía una exigua retribución. Veríamos. El secretario del Ayuntamiento era muy buena persona, pero me habían predispuesto contra él. ¿Para qué habría hablado yo con el bendito antecesor, que contra casi todos me predisponía? - Muéstrate fuerte sobre todo con el secretario. El hace lo que quiere, y domina a los pueblos. Tienen asignado para la iglesia un presupuesto de x pesetas. Si no estás atento, ni la mitad percibirás. Ingenuamente comencé a exigir. Mi total falta de experiencia administrativa ignoraba que no por el hecho de designar una cantidad a un determinado presupuesto, tenía forzosamente que invertirse. Por fortuna desistí muy pronto de este empeño absurdo, y en lo sucesivo mantuve muy buena relación con el señor Beltrán, secretario añejo.

Lo que de verdad me preocupaba era el bien de aquellas almas. Oía blasfemar incluso a algunos niños. Observaba que el monte dominaba a la gente con su negro trabajo del carbón. Tan sólo dos personas comulgaron el domingo de mi entrada. En el sermón me presenté con el sincero deseo de serles útil, de ayudarles por el paso de la vida. Delante del sagrario pensaba que mi pueblo se parecía mucho al de Ars. ¡Si yo llegara a ser como el santo cura! En la amplia iglesia las horas transcurrían veloces en oración amorosa junto al Señor. Allí proyectaba mi táctica pastoral. Al menos aquí tenía doscientas almas. Le decía a Jesús que no disponía de un céntimo. Mi tesoro personal ascendía a doscientas cuarenta pesetas en la libreta de ahorros. Los bienes de fábrica no eran mucho mayores.

La comunidad necesitaba un salón parroquial para reunirse en grupos. ¿Cómo construirlo? Se me ocurrió exponer el caso a una revista. Una sola persona me contestó enviándome varias direcciones que me podían ayudar. Escribí muchas cartas. En total conseguí seis mil pesetas. Ni siquiera lo suficiente para demoler tabiques. Invertí el dinero en comprar media docena de pequeños bancos para alguna reunión en la sacristía, y dos casullas nuevas; la ropa litúrgica se encontraba en pésimas condiciones. Hallé dentro de un armario algo extraordinario: un proyector de filminas. A pesar de ser antiguo, lo utilicé muchísimo. El señor Benito nos prestó una gramola de las de cuerda y numerosos discos. Las tardes domingueras transcurrían felices.

El templo parroquial lo preside una bellísima imagen de San Martín. El 11 de noviembre se celebran las fiestas del pueblo. El ambiente se caldeaba en esos días. A mí, cura célibe, me molestaban esos festejos de baile y más baile. Pensaba que el demonio se encarnaba.

Ansiaba ser santo. Se lo pedía sin cesar a Dios. Mis horas de meditación, sentado en el confesonario o arrodillado en el reclinatorio, las dedicaba a suplicar el despego de lo creado, entrega a las almas, fuerza para seguir adelante. Todos los meses hablaba a las hijas de María; asistían con fidelidad.

Durante la cuaresma, yo mismo daba conferencias sobre el matrimonio y educación a personas casadas. En todos los pueblos asistían la totalidad y agradecían este detalle espiritual y formativo. El éxito era rotundo.

El recuerdo de Amaya, junto a la tristeza de la separación, duró varios meses. Lucharé y no volveré a enamorarme más, me decía.

Quería que todos se convirtieran en óptimos cristianos. Por mi parte no ha de quedar. Organicé tandas de ejercicios. ¡Gente curiosa! No decían ni sí, ni no. Se intuía un poco la afirmación. Cuando llegaba la fecha, se volvía atrás. - No me va bien ir. Nada le había prometido. Intenté laborar en la parcela de la juventud masculina. Les explicaría temas formativos en la escuela nocturna. Pronto se cansaron. Me quedé meses más tarde solo. - ¿Por qué harán tan poco caso, Señor?

En parte podía servir de explicación el diálogo que sostuve con don Roberto, maestro que ejercía en un pueblo de Cuenca. - Encuentro fría en el aspecto religioso a la gente de este valle. Me esfuerzo. Apenas consigo nada. - Demasiado buenas son. Conservan todavía la fe. - ¿Sabe usted algo? Parece que conoce la causa. - No sé qué pasa. Mandan aquí curas castigados. Han pasado varios homosexuales. - ¿No serán habladurías y calumnias? - No. No. ¡Conmigo, conmigo...! Siempre me ha gustado charlar con los sacerdotes. Un día, estaba sentado, hablando con uno a la orilla del río, y observo que comenzaba a tocarme. ¡A patadas tuve que desasirme de él! - Y no se trata de un solo caso, añade. ¡Si yo le contara! ¿Tendré algo yo cuando tantos se meten conmigo? Siguió narrándome casos de clérigos de allí y de otros lugares. - La gente sabe todo esto y ¿cómo quiere que aprecie al sacerdote y acuda indistintamente a todas las reuniones?

¿Tendrá relación lo que Don Roberto me confiaba con lo que observé en la parroquia de Albar? Durante algunos meses serví a la feligresía de aquella aldea, situada a las faldas de la sierra. Veía en el altar unos angelotes barrocos grandecitos. Con ingenuidad mostraban desde siglos sus órganos genitales. Ahora llevaban unos pantalones largos, color marrón, que cubrían sus organillos sexuales. Probablemente la restauración sería obra de algún cura que sentía tentaciones durante la Misa.

José María Lorenzo Amelibia


Si quieres escribirme hazlo a: josemarilorenzo092@gmail.com
Mi blog: https://www.religiondigital.org/secularizados-_mistica_y_obispos/Puedes solicitar mi amistad en Facebook https://www.facebook.com/josemari.lorenzoamelibia.3
Mi cuenta en Twitter: @JosemariLorenz2

LA GRAN CRISIS

Volver arriba