Para obispos y todos los demás. LIV –- SEÑOR, ¿PORQUÉ OTRAVEZ? ¿Esto qué es?

 La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

LIV –- SEÑOR, ¿PORQUÉ OTRAVEZ?

CUANTO había rezado para desasirme del amor femenino! También usaba la terapia de la distracción, aficiones, lecturas... Decepción para mí: Larrasuaña, un curso superior al mío, fue destinado a Cervera. A pesar de mis deseos, no cuajó la amistad con él. Pronto regresó a la zona de donde procedía. A Manuel Labanda, compañero de curso, lo encontré distante. Parecía sentirse hombre de grandes vuelos. Mucho lo visité. El no correspondía. Lograr una amistad fuerte no es tarea fácil.

El cura mayor del pueblo vecino, Don Luciano, era mejor compañero. Incluso tuvo la atención de invitarme a predicar el triduo del cumplimiento pascual. Me alentó mucho su juicio óptimo sobre mi predicación. Tal ve a su estímulo deba en parte mi segunda vocación dentro del sacerdocio, los ejercicios espirituales. - Soy muy raro para los sermones, me decía. Casi siempre me aburren. ¡Tú me has gustado! ¡Y mucho! Sigue así.

puente

El puente de Puente

Taciturna la familia de mi patrona. Tarsicio, el niño pequeño, el más abierto. El único con el que podía hablar algo en las cortas sobremesas. Los demás, monosilábicos. Dos chicas jóvenes, también muy calladas. Araceli me clavaba los ojos un día y otro, cuando ningún familiar la observaba. Yo aguantaba. La víspera de la Inmaculada me convencí de que ella estaba enamorada de mí. Me miró fijamente. Me sonrió como se sonríe a un novio. Nada le dije. Días y días volvió a sonreírme. Cada vez más. Era un año más joven que yo. Comencé a agradecer sus muestras de atención. No abandoné la oración, pero mi corazón se entretenía con ella. Hubiese querido que entrara en un convento y rezara a Dios por mí.

En abril venía mi madre a formar nuevo hogar conmigo. Pedro Angel había marchado al servicio militar. La casa paterna, deshecha ya, se trasladaría a mi domicilio clerical. Deseaba de verdad vivir en nido propio. Tal vez así no tendría ya más problemas con mi corazón. Mi madre detestaba los pueblos, pero más la soledad vacía. Araceli y yo nos dijimos que no nos olvidaríamos; que yo de vez en cuando bajaría por su casa y ella subiría a la mía. Me perfumó la ropa antes de trasladarme a mi nueva vivienda. Ayudó en el montaje de todo con fina atención.

Mi madre comenzó a fijarse que aquella chica me miraba con ojos enamorados. Y terminé yo enamorándome otra vez. Mi mente no podía desligarse de ella. ¡Oh dulce obsesión! Creía de modo ingenuo que me desligaría de tal afecto si ella se enamorase de otro. Y se lo pedía al Señor con sangre en mi alma. Juzgaba yo que así encontraría mi salvación. No podía deshacerme del cariño. Pero seguía luchando sin cesar. Comencé a sentir angustia. De cualquier manera jamás podré compaginar el amor a Dios con la intimidad del matrimonio prohibido para mí por ley implacable. En julio mi madre hubo de marchar a San Sebastián para cuidar a mi hermana enferma. La acompañé en el viaje. Recuerdo que allí desahogué mi angustia con un confesor capuchino.- No podré ya ser jamás feliz, le decía. Estoy enamorado y me resulta imposible el matrimonio. Pongo todos los medios para desasirme: atiendo a mis fieles con celo, practico la oración. ¡Nada! - ¿Te distraes con los compañeros? - Sí. - Tal vez te convenga cambiar de pueblo. Verás cómo entonces pasa todo. - Creo que no es solución. Allí también habrá chicas. Si me olvidase de ésta, otra cubriría su lugar. Es mi experiencia. Hace un año cambié de parroquia por esta causa. El problema, mi persona. - ¿Ya practicas la oración, el estudio, el trabajo, la penitencia, la lectura? - No sólo realizo con celo mis deberes, lucho indirectamente por todos los medios. No es cuestión de olvidarme de ella, mi problema es más profundo. Necesito el matrimonio, y jamás me podré casar. Esto me hunde. Si no creyera en Dios... me desesperaría. - ¿Por qué no pasas al rito oriental? Ya sabes que allí los curas se pueden casar. - Ya he estudiado el problema. Todo está atando y bien atado. Allí contraen matrimonio antes de la ordenación. Por otra parte, el clérigo o seminarista que cambia de rito, deberá seguir sometido a la ley del celibato.

Por San Antonio, fiestas de Rumos, bajaba Araceli al baile. Comencé a sentir celos. ¿Y si se echa novio? No me consolaba el refrán de "agua que no has de beber, déjala correr". Esa filosofía parecía ignorar las reglas del corazón. Lo que pedía al Señor días atrás me repugnaba. Y sufrí mucho en aquellas fiestas. Jamás podré casarme con ella. ¡Ni con ninguna! ¿No pensarán los jerarcas eclesiásticos en estos dramas sangrientos que provoca la ley?

El diecisiete de julio del sesenta marché de ejercicios a Burlada. Me despidió Araceli fríamente. ¿Se habría enamorado? Sentía deseos terribles, de que me aplastara un camión. Pero los lograba dominar. Me esforcé por gozar ese día con la familia por el bautismo de mi nueva sobrina. Creo que nadie notó mi drama. No logré solucionarlo en los ejercicios. Me decía el viejo padre jesuita: - Has quemado las naves. No tienes solución por los cauces del matrimonio. - ¿Qué haré? ¿Qué le parece? - Lo mejor es que consultes con un médico. Con medicinas podrás aliviar tu angustia síquica.

Dentro de la lógica de la ley, creo que era el único camino: "Nosotros, los jerarcas, dictamos un día la ley. Arreglaos como podáis para cumplirla. Si no lo conseguís por los cauces normales, acudid al médico; el dormirá vuestros instintos". Cuando uno tiene hambre, existen muchos métodos para solucionar el problema: rezar por él; aconsejarle que busque alimentos; recetarle pastillas que reduzcan su apetito; que muera... Pero el único remedio eficaz es: que coma.

El médico de Corín me atendió; gozaba de gran prestigio en toda la zona. Le cuento al detalle todo mi problema y lo sigue con interés. - La única receta que a usted le curaría es el matrimonio. - Pero es imposible. - He conocido varios casos de sacerdotes con problemas agudos; sobre todo en la guerra. Le recomendé a uno algo que le calmó: el electro schock. Es un poco duro el tratamiento, pero creo que merece la pena. Entretanto tome estas grajeas antidepresivas.

Nada solucionaron las pastillas. Marché a Ondarroa. El padre Francisco, buen amigo, natural de Almarro, me brindó la ocasión. El permanecería en mi pueblo, y yo le supliría en su capellanía de monjas. Pensaba yo que este cambio veraniego me distraería de tal manera que podría tomar fuerza para olvidarme del todo. Resultó una experiencia gratificante: bañarme en el Cantábrico; estudiar sobre una roca mirando al mar; conocer aquella zona de Guipúzcoa; atender a las monjas, con problemas muy serios a veces. Algún día olvidé en parte mi problema, pero la angustia seguía minándome implacable. Tedio de vivir. ¿Para qué habría abrazado aquella ley inhumana? Nada hay que apetezca más mi naturaleza que el matrimonio ¡Y nada! Hubiese preferido morir para ir ya a Dios. El será el único que llene del todo nuestro corazón.

Regresé de Ondarroa igual. No; peor. La chica seguía sonriendo y deshaciéndose en cumplidos. Yo no podía aguantar. Pero ella no me daría la felicidad. Como mucho, algún rato de placer que no compensa. Tenía que luchar directa e indirectamente. Me quedaba el recurso del psiquiatra. Un día le indiqué a Araceli cómo me encontraba a causa de aquel amor. Ella entonces, halagada, se transformó: - Yo también le quiero a usted, pero como a un hermano. - ¿Tienes novio? - Un chico anda detrás de mí. Y no sé qué hacer. - Tú verás. Eso es cosa tuya. No me puedo meter en tus decisiones. En frío gélido terminó aquel breve encuentro. Me quedé como estúpido. Los celos me comían. ¿Habrá Dios escuchado mi oración? Me resultaba insoportable que ella tuviese novio.


José María Lorenzo Amelibia


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