Para obispos y todos los demás. LVII Los seminaristas eran mis amigos y algunos viajes

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

LVII Los seminaristas eran mis amigos y algunos viajes

TAN GRATA compañía servía de lenitivo a todos los males. Los chicos acudían a la casa parroquial: veían la televisión, echaban a veces conmigo la partida de cartas, y disfrutaban de la simpática conversación de mi prima. El tío Luis también acudió a visitarnos. Hicimos con él varias excursiones.

Una salida fue extremadamente grata: Madrid. Hacía años que deseaba visitar la capital de España. A mi madre también le ilusionaba, pues desconocía la villa de su marido, mi padre. Paco, el cuñado, nos brindó la oportunidad, en un viaje que preparó para entregar un vehículo oficial. Nos hospedó el P. Damián, religioso del pueblo, con quien entré en amistad en vacaciones anteriores. Gratos recuerdos guardo de aquel viaje. Pudimos contemplar el Museo del Prado, el Palacio de Oriente, el Retiro, la Castelmi segundo Valle. Mi madre aún podía andar sin cansarse.

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También la prima Conchi pasó una temporada con sus hijas pequeñas que necesitaban cambio de aires. A todos recibía yo con alegría. Mi casa permanecía abierta todos los días y a todas las horas. En ella pernoctaron curas, monjas, familiares, amigos, mendigos. Todos quedaban contentos de nuestra hospitalidad.

Preparé para el seminario a Juanito Covadonga. Un año entero, mañana y tarde, estudiaba mi discípulo en el despacho cural, junto a mí. Ardua labor meter en la cabeza de aquel chiquillo, formal y serio, todo el primer curso de bachillerato. Su hermana, Petri, nos hacía todos los recados, y era familiar su alegre figura. Ella contaba el dinero de las colectas, repartía los recibos del teleclub, nos traía el pan y la leche.

Mi madre baja al tren conmigo en la moto. En el buen tiempo, llegábamos hasta la Ciudad. En una ocasión en que la tía Avelina se encontraba enferma de gravedad, viajó en este vehículo hasta Logroño para visitarla.

Un hombre viejo habitaba en mísera casa contigua a la parroquial. Jamás nadie traspasaba el umbral de la puerta. Hacía muchos años que había roto con la práctica religiosa. ¿Por qué no intentar atraer a la "oveja perdida"? Le llamaban "Cacho". - ¿Me recibirá en su casa? - Mi casa no tiene nada. - No se preocupe. Ya procuraremos acomodarla un poco. Le regalé una cama. Hasta entonces dormía en el suelo. Gestioné para empalmarle la luz eléctrica.- ¿Quiere que acuda por las mañanas a charlar con usted? - No tengo inconveniente. Al día siguiente me presento y le abordo: - Ya sé que usted no va a Misa. Seguro que tendrá motivos muy serios. Probablemente habrá visto casos que le han indignado. - Si todos fueran como usted... - ¿No le gustaría que le contara lo que hablo a la gente cuando marcho a dar ejercicios lejos? - Sí. Me gustaría escuchar. Durante varios días, a la luz de la única lámpara que para su cocina conseguí, al abrigo de unos troncos que chisporroteaban en el fogón, fui hablándole de modo sencillo. A ratos "Cacho" escuchaba. Cuando notaba que le llegaba la fatiga, me despedía. Cayó más tarde enfermo. Con ningún familiar trataba. Le acompañé al hospital. Un mes más tarde regresó. - ¿Por qué no viene a visitar la parroquia? Verá qué bonita ha quedado después de la restauración.. Entramos juntos los dos. - ¡Cuántos años hace que no piso esta iglesia! ¡Ni ninguna! Yo le decía al Señor del sagrario: - Tú lo puedes todo. Este es un hombre naturalmente bueno. Dale luz y fuerza para amarte. No conseguí que regresara al redil. Serios motivos tendría. Nadie, ni él me los dijo.

Años más tarde moría en el Hospital de Navarra. Pidió un sacerdote que le administrara los sacramentos. Espero que Dios lo tenga en su gloria. La pobreza es uno de los mejores billetes para entrar en el cielo. El señor Sebastián, otro viejecillo, polo opuesto de "Cacho": sonriente, piadoso, un santo labrador, jubilado casi de todo, por su enfermedad hemiplégica. Vecino mío también. Empleaba largas horas en la lectura de los Evangelios, sentado a la puerta de su casa.- ¡Qué, señor Sebastián, ¿viene un rato a ver la tele? - Va... vamos!, dice. Se sienta junto a mí, un poco embarazado, pues sospecha le miran desde la pantalla. Me pega suavemente con el codo y susurra: - ¿Nos verá? - ¿Quién? - Eee... esa que sale a hablar. Tuve que explicarle rudimentariamente el proceso de las imágenes en la pantalla. Me lo creyó y se tranquilizó. Decían que años antes había asistido en Segorun a una película, "La mies es mucha". Preguntó: - Esta noche ¿dónde se meterá tanta gente para dormir? No le cabía en la cabeza que aquel número enorme de artistas pudiera descansar en las cajas de hojalata.

Grandes montones de leña picaba yo todos los años para la estufa; saludable ejercicio para el tiempo de invierno. El tío Pepe, fortachón a pesar de su edad, me aventajaba en bríos para meter el combustible dentro de las bajeras de la casa parroquial. Me propuse desmochar un barranco para a una plazoleta que diera acceso al futuro garaje. Mucho trabajé, pero al fin tropecé con piedra dura, y hube de abandonar mi propósito. Disponía de buenos sistemas para conservar la forma. Mi peso, sin embargo, aumentaba: noventa y siete kilos fueron un récord que no quisiera volver a marcar.

LOS SEMINARISTAS MIS AMIGOS

CUATRO SEMINARISTAS mayores vivía en el pueblo, verdaderos compañeros y amigos: Los hermanos Gambarte (Felipe y Juan Ignacio), Adolfo Ozaeta y Dioni. Con entera confianza entraban en mi casa y yo en la de ellos. Los veranos me recordaban mis vacaciones estudiantiles. Formábamos un verdadero equipo parroquial.

En navidad organizamos juntos una semana litúrgica. Ellos traían ideas nuevas del seminario, y actuaron como ponentes ante la admiración de familiares y paisanos. Otro año el cursillo trató sobre la vida de Jesús. Lo ilustraron con diapositivas. La pastoral del pueblo con su colaboración marchaba mucho mejor.

Dioni destacaba por su vida de piedad y sencillez franciscana. Pasaba largos ratos delante del sagrario y cuidando el rebaño de propiedad familiar. Ahora trabaja como misionero en el Japón, siguiendo su misma línea de entrega. Adolfo, hijo del señor Sebastián, por razón de vecindad y de confianza, era el que permanecía más tiempo en mi casa. Eramos verdaderos amigos. Las tardes veraniegas marchábamos con frecuencia al río.

Un remanso de unos cinco metros de profundidad causaba terror a la gente del pueblo. Lo llamaban "El pozo del ahogado". Jamás se atrevía nadie a bañarse en él. Con serenidad, nosotros afrontamos la situación. Toda la leyenda de corrientes internas que se forjó por el valle, se desvaneció. La gente nos admiraba: unos como locos imprudentes, otros como a héroes.

Saqué licencia de pesca; solamente la utilicé una temporada. ¡Qué aburrido resultaba pasar horas y horas con la caña levantada, sin que un sólo pez picara en el anzuelo! Al menos salían cangrejos. No renové el permiso, ni volví al río con un menester tan tedioso. Amigo de mis amigos era el ciclista Pepe. Yo también simpaticé con él. El chico prometía. A nivel de zona, por aquellos años, pedaleaba el que mejor. Recuerdo que en una ocasión le seguí en la moto para animarle.

El padre Damián se juntaba a nuestro grupo en los días de descanso. También nos sentíamos amigos. Aun ahora me visita algunas veces después de tantos años. Su hermana, Tomasa, ayudaba a mi madre en las tareas del hogar. Juanito Covadonga, sobrino e hijo respectivamente de éstos, aprobó el cursillo del seminario, y se unió al grupo, un poco como "pinche" por ser el menor.

Una tarde se encontraba el carpintero colocando en la iglesia las mesas - comulgatorio, que le encargamos. Como siempre, la nubecilla de niños le rodeaban, contemplando la labor del operario. Unos minutos hubo de dejar salir Higinio, nuestro ebanista. Aprovechan los críos la ocasión para su piadosa travesura. Juanito Covadonga se constituye en jefe. - Mira, aquí tenemos un berbiquí; vamos a hincárselo en el culo a los malos. - Yo primero. - Yo segundo.Y taladraron un relieve de la caída de Jesús, porque los judíos pegaban a Jesús con garfios. Hasta la nariz de un sayón quedó destrozada. Se armó revuelo. Los padres restauraron la obra de arte con cera de diversos colores. La intención de los niños no era mala, pero ¡qué desastre hicieron!

Nuestro carpintero construyó el confesonario: Una especie de cajón hacía hasta entonces sus veces. En los Salesianos de Pamplona había visto yo unas sedes modernas y prácticas para sacerdote y penitente. Allí me dirigí con Higinio. Buen profesional, tomó sus notas, y se informó perfectamente de su cometido. Dos meses más tarde, lucía el moderno mueble en nuestra parroquia. En el momento en que una persona se arrodillaba para la acusación, se encendía una lucecita. si alguna vez entras en la iglesia de Rumos, dentro del confesonario verás una inscripción en caligrafía que indica los datos del párroco y ebanista del mueble, así como la fecha de inauguración.

Felipe había llegado al sacerdocio el día de fiesta de Santiago. Difícilmente volverá a recibir mayor agasajo popular. En el momento en que descendía del coche, comenzó el volteo de campanas; los músicos acompañaron al neosacerdote interpretando un pasacalles; en el interior del templo esperábamos el pueblo entero. Entró bajo palio en la iglesia. Yo, revestido de capa pluvial, le ofrecí con el hisopo agua bendita, como a los señores obispos. Desde el presbiterio le saludé en medio de la asamblea, y lo hice con calor y emoción. El pronunció unas palabras e impartió su primera bendición. Al salir a la calle el señor Sebastián me felicitó: - Ha estado usted de tres pistones. Dos días después, celebró Felipe su primera Misa. Durante el curso, mis ayudantes principales eran los niños y niñas. Una vez que compré el "Gogomóvil", premiaba a mis pequeños colaboradores bajándoles a ver el cine a Berrilla. Mi madre nos acompañaba. ¡Cómo disfrutaban los chiquillos en el espectáculo! Muchos de ellos lo presenciaban por primera vez. Los más trabajadores, los monaguillos, participaban en una excursión a Logroño por San Bernabé, o a Pamplona por San Fermín.

Con los hombres del pueblo me resultaba el trato menos espontáneo que con los niños. No me agradaba mucho la conversación en corrillos, en los que me encontraba como pez fuera del agua. Nunca huí, pero tampoco permanecí con ellos las horas muertas. Tampoco entraba en los bares. El mayor contacto con las personas lo hacía en familia o individualmente.

Mis pequeños amigos entregaban por las casas todos los sábados un sobrecito para la ofrenda en la Misa dominical. En la parte exterior cada familia anotaba su intención para el Santo Sacrificio. En la función eucarística de la tarde, leíamos públicamente las peticiones.

Suprimí los aranceles tan pronto como llegamos a este acuerdo. Se acabaron de una vez los funerales pintorescos y poco caritativos. No olvido los ricos presentes que gran parte de los vecinos me ofrecían el día de la matanza del cerdo. Lo agradecía por lo que supone de atención, y por lo sabroso del manjar. Regalo fue también un gatito rubio, "Melquiades". De pequeño jugaba con todo. De mayor se hizo "mujeriego"; no paraba en casa. Desapareció una noche sin que volviéramos a verlo.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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