Para obispos y todos los demás. LXVII ¿PASEANDO, EH?, así me decía la gente y yo sufría

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

LXVII

¿PASEANDO, EH?, así me decía la gente y yo sufría

SIEMPRE ME HA PREOCUPADO mi vida sedentaria. Un poco de gimnasia, otro rato de huerta y partir leña. En tiempo bueno, con una revista o un libro, caminaba por los senderos junto a viñas y sembrados.

paseo

un cura paseando

- ¿De paseo, eh Don José María? - Un poco, pero aprovecho el tiempo; ya ve, estudiando. - Eso es bueno. ¡Los curas, como quieren! ¡Qué vida se pegan! Cuántas veces he escuchado estas palabras en todo los pueblos de mi pastoreo espiritual. La verdad: si salía de casa a pasear, era únicamente por pura necesidad biológica. Me molestaban estas tiradillas. Parecía que el cura había hecho profesión de vagancia oficial.

En parte tenían razón los aldeanos. Yo me preguntaba: ¿Por qué en el seminario nos dirían tantas veces que el celibato servía para una mayor entrega al trabajo ministerial? El sacerdote rural, por mucha labor que realizase, ¡de cuánto tiempo libre disponía! Muchos lo empleaban en leer el periódico por la mañana, charlar de lo que viniera a cuento a todas las horas; partida de cartas, por la tarde. ¡Dedicación exclusiva... al ocio!

Compramos televisión para casa. La gente, poco a poco, se equipaba de este moderno invento. Pude contemplar en ella la clausura del Concilio Ecuménico. Decían que veinte años pasarían para que comenzara a ponerse en marcha la Iglesia después de este gran acontecimiento. Como regalo y recuerdo de esta magna Asamblea, se redujo la ley del ayuno eucarístico a una hora antes de comulgar.

Dos sacerdotes hijos del pueblo acudían con frecuencia: Paciente y Rafael Redondo. Los dos eran hermanos; y los dos cayeron en cama con grave enfermedad: el primero flebitis; el segundo, operado de estómago. Todas las mañanas les visitaba para llevarles la Sagrada Eucaristía. Ellos fueron correctos conmigo. Rafael todavía me felicita todos los años.

Juanita, una chica buena de Loroño, de mucha categoría espiritual.. Con sencillez se ofreció para ayudar a mi madre y para acompañarla los días que faltaba yo de la parroquia. Se adhería a todas las familias, cuando había algún enfermo, para realizar algún servicio humilde. Me sentí amigo de ella, sin que en ningún momento saltara la chispa del amor. Le dejaba libros de literatura y actualidad. Quería superarse en materia cultural. Mucho me alegré cuando supe que se había enamorado de un practicante. Con él se casó y viven en la Ciudad. Me visitaron en su viaje de novios, y todos los años nos felicitamos. No menciono los nombres de chicas que rondaban y lanzaban alguna indirecta; no suponían para mí ni peligro remoto.

Sonó la bomba en la Ciudad. El coadjutor de San Juan, Ramón Santesteban, se seculariza. Nadie en el pueblo presumía que los curas pudieran contraer matrimonio. En mi mente estaba en proyecto la decisión. Me alegré de no ser el primero de la zona. Me enteré de su dirección en Madrid. Le escribí dándole ánimo y comprendiéndole. Nada contestó. En sus circunstancias cuánto hubiera yo agradecido un gesto semejante. Me ha ocurrido lo contrario: he escrito muchas cartas a antiguos compañeros, y muchos de ellos no se han dignado contestar. Así son las cosas.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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