Para obispos y todos los demás. LXX UN NOVIAZGO CLANDESTINO

 La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

LXX UN NOVIAZGO CLANDESTINO

Angelines se tranquilizó del todo cuando le afirmé sobre mi decisión de casarme; la había tomado antes de conocerla.

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Novios

Con nadie consulté para determinarme. Sí aquel médico, muy católico por cierto, a quien consulté mi problema y enfermedad, ya me lo dijo bien claro que la única solución era el matrimonio, pero mi determinación fue solamente mía. En asuntos tan íntimos y propios y honestos creo que huelga toda consulta. Pero no cabía la imprudencia. Ya me lo habían dicho también otros médicos con anterioridad: el matrimonio era la única solución, aunque imposible en aquellas fechas. Comuniqué a mis amigos más íntimos mi determinación. Me sentía hombre para disponer por mi cuenta del ritmo de mi vida, sin necesidad de refugiarme en la decisión de otro.

El proceso de mi amor con Angelines no fue largo. Su físico me agradó. A través de sus cartas comprobé que íbamos a rimar perfectamente en ideas y sentimientos. Aguardaba con impaciencia sus cartas. Si no llegaban en la fecha prevista, me encontraba ya triste, muy triste. ¿Se habría olvidado de mí?

Por aquellos meses comencé a leer y practicar el yoga. En realidad lo único que hacía era gimnasia. No podía ser que aquellos pequeños movimientos corporales transformasen mi vida. Lo único que llenó mi existencia fue el amor.

- Señor, le decía en mi oración: he intentado por todos los medios perseverar en lo que un día prometí. No puedo. Tú me quieres por otro camino; por algo será.

El primero con quien hablé, fuera de confesión fue José Ignacio Dallo, mi amigo. Me visitó una mañana. Mientras paseábamos por la carretera, le digo: - Mira esta carta. (La lee.) - Le refiero después todo mi proceso interior de largos años. - Dada tu sicología, me parece bien. Pero tienes que tener cuidado de no seguir adelante. Las cartas, el sentirte lleno afectivamente, pueden equilibrar tu persona. No dejes el sacerdocio. - Creo que lo que aconsejas es teoría utópica. Hoy, sí, me basta con escribir y recibir cartas. Incluso ni siquiera siento el estímulo de la carne; menos que nunca. Ella me parece un ángel. Pasarán los meses y lo natural, según las leyes del corazón, es que el amor evolucione hacia la total entrega de alma y cuerpo. No somos ángeles.

- Creo que deberías esforzarte por no ver a la chica. Únicamente escribíos. - El amor platónico sólo existe en la literatura.. Además, como te he referido, mi decisión es el matrimonio. - Piénsalo bien; fíjate cuántos matrimonios fracasan. Cómo llega la enfermedad, y todo lo que parecía liso y agradable, se convierte en pedregoso y triste. - Me he hecho todas estas consideraciones. En nuestra existencia todas las opciones suponen un riesgo. Además yo no quiero llevar una doble vida. Si indefinidamente continuara con este amor, aunque fuese platónico y por correspondencia, pensaría que estaría engañando a los demás, a ella y a mí mismo.

- Entiendo que hay grados en la entrega a Dios: la del religiosos con el triple voto; la del sacerdote que vive la castidad hasta las últimas consecuencias; otra un poco anfibia, cumple el voto en lo estricto, el aspecto sexual, mas en lo afectivo se apoya en un amor humano. ¿No podía ser éste tu caso? - Mira, Angelines está dispuesta a ayudarme desde la sombra. Ella misma me sugirió esta posibilidad. En un principio le parecía mejor esta solución que abandonar el ministerio sacerdotal con el que me siento tan identificado. - ¿Ves cómo ella misma me da la razón? - Pero yo no. Sé que este período romántico de amor angelical ha de pasar. Insisto en que a mí no me parece postura noble. A lo largo, por otra parte, este doble juego llegaría a traumatizarnos. - Tú verás lo que haces.

José Ignacio sentía que yo dejase la vida clerical. Me conocía muy a fondo. Quería agarrarse a un clavo ardiendo para conservarme. - Fíjate el bien que estás haciendo... La vida es breve... - Yo seguiré siendo el mismo. Además la profesión que he escogido se parece mucho a la sacerdotal. - ¿No piensas en la responsabilidad que supone no cumplir un compromiso contraído con Dios? - Esto, amigo, daría tema para largo... En primer lugar obraré dentro de la más estricta legalidad. La Iglesia tiene poder para dispensar de los votos. Así lo hemos afirmado en Teología. Pero hay más: ¿Hasta qué punto mi compromiso de perpetua castidad fue válido? Llegué al sacerdocio como muchos; sin madurez psico - sexual. La responsabilidad recae sobre le sistema de formación que nos impusieron en el seminario. - Yo, te digo la verdad, no me quedaría tranquilo ni con todas las dispensas del mundo. Mi compromiso fue con Dios. Sé que la Iglesia me puede dispensar. Pero siempre habrá un "algo" de infidelidad ante Dios, a quien me ofrecí. - Entiendo tu lógica. Mas, según este criterio, llegaría a comprender lo contrario de lo que dices: el que esté convencido de que Dios no le pudo tomar en cuenta su compromiso, porque le faltaba un requisito importante y esencial, pleno conocimiento de aquello a lo que se compromete, obrando en consecuencia, si no lograse obtener una dispensa, se casa por lo civil con la conciencia del todo tranquila.

Siguió nuestra conversación largo rato. Apreciaba los motivos de suma delicadeza que mi amigo insinuaba. Ojalá también él llegara a valorar toda mi argumentación. Supongo que sí; le sobra inteligencia. Sí se me creó un problema de conciencia: el noviazgo. ¿Hasta qué punto, sin estar desligado del voto que formulé, podía preparar mi matrimonio en calidad de prometido? ¿Hubiera sido más estricto interrumpir mis cartas hasta el día de la dispensa? Me pareció cuadricular demasiado la vida. Si mi relación era para el matrimonio, y éste me estaba permitido, también los medios que al mismo conducen. Únicamente habría que procurar evitar todo lo que pudiera escandalizar a mis fieles. De ahí mi decisión de que las cartas de Angelines llegaran con sobres y remites distintos.

Marché a ejercicios a Burlada; finales de junio. Mientras dirigía aquellos días de retiro me enteré de la encíclica que Pablo VI había publicado sobre el celibato sacerdotal. La leí con atención y detenimiento unos días más tarde. Me pareció que no era justo que el Papa dijera aquellas palabras humillantes contra los que solicitaban la dispensa. Aplicaba a ellos el término "desgraciado" y los contraponía con los muchos sacerdotes sanos y dignos. A pesar de todo la Iglesia, "con amor de madre", liberaría de las cargas del sacerdocio, incluso del celibato. ¿Por qué generalizar? ¿Es que todos los que salen son indignos? ¿Por qué emplear la palabra "deserción" en otras ocasiones? Y, sobre todo, ¿en qué mente cabe, después de humillar, decir que se concede una gracia "con amor maternal"?

Don Miguel Rázquin, mi antiguo párroco, se encontraba en la casa de Ejercicios como capellán. El no sabía nada de mi problema. El no tenía dificultad en el celibato, pero no le gustaron aquellas frases hirientes de la encíclica papal "Sacerdotalis celibatus" Comentaba: - Yo creo que el Señor mirará con inmensa ternura al sacerdote que noblemente sale para contraer matrimonio. Tendrá muy en cuenta el acto de generosidad que supuso su entrega, como padre que a su hijo pequeño ve esforzarse y, al no poder con el peso, le ayuda, quitándole la inmensa carga, y le muestra otro camino más en consonancia con sus fuerzas. Este comentario sí suponía una visión paternal, un concepto claro de Dios Padre Bueno. Marché a casa. Allí sentí tal pena por la encíclica y los insultos en ella vertidos, que lloré.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia 

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