Para obispos y todos los demás LXXVII VITORIA IDA Y VUELTA; es duro cambiar, muy duro...

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía

LXXVII VITORIA IDA Y VUELTA; es duro cambiar, muy duro...

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Capitel de mi parroquia

EL DOS DE OCTUBRE de 1970 abría sus puertas el colegio de San Ignacio. Allí entraba yo tan despistado como un alumno de primero. El director, un fraile marianista, un hombre de un primitivismo notable y simpático, J.M. Eguíluz. A nadie me presenta en el primer momento de mi llegada. Afanoso anda de un sitio para otro sin parar en ninguno. Padece el síndrome de estar en todas las partes; muy nervioso. Me encuentro cohibido, a pesar de mi temperamento tan abierto y comunicativo. Durante unos meses he de vivir una doble vida: aquí soy el maestro de un grupo de niños; visto de traje y corbata. En Loroño sigo siendo el párroco del pueblo.

Percibo la frialdad en el ambiente del Centro. Da la Impresión de que todos se conocen y no se tratan o de que nadie se ha visto jamás. Todo respira profesionalidad frailuna, aire marcial de tipo fascista. Los maestros ponen en formación a los niños con gritos militares: ¡Firmes! ¡cubrirse! Esto no me va. No lo haré jamás. Han colocado una sirena de estridente sonido, que recuerda una fábrica o la llegada de aviones enemigos. Me produce antustia este instrumento. Subo a mi aula con niños muy pequeños, los de primero. No hay mesas ni sillas; el suelo está sucio; todavía no han limpiado las manchas de pintura.

Provisionalmente mi madre y yo vivimos con mi hermano Pedro Angel hasta que encontremos piso. La vivienda es reducida, pero alegre y soleada, próxima al colegio. Nos acogen con calor. Tienen ya una familia constituida; son cinco. A las dos hijas mayores, Belén y Cristina, yo las bauticé. La pequeña, Marta, apenas tiene cuatro meses. Son alegría del hogar. Mi madre me acompaña con fidelidad, pero todavía nada le he dicho de mis proyectos. Encontramos un piso de cinco habitaciones, bien soleado, en la calle Olaguíbel, junto al ambulatorio.

El día de la Virgen del Pilar trasladamos los muebles. Emilio me ayuda a embalar. Poco a poco, sin cortes bruscos, agotaba las hojas de calendario del ministerio sacerdotal. ¡Qué distinta la actividad del párroco de la del maestro! Cada vez comprendo menos por qué no dejarán casarse a los sacerdotes. Todo se complica. Y menos mal que con mis 36 años me siento joven y con capacidad de acomodarme.

Pedro Angel me ha ayudado a pintar el piso. El tío Pepe colabora en la colocación de los muebles. Pienso con alegría que este domicilio verá nuestros días de matrimonio. Mientras tanto Angelines suspira por mí desde Madrid. Nos hablábamos por teléfono con frecuencia. Me ha enviado una chaqueta de punto marrón y un pantalón. Con mimo nos hemos hecho los regalos de enamorados. Yo, un tocadiscos, un secador de pelo, un reloj. Ella, un magnetofón, una máquina de afeitar, un maletín y otras cosas más pequeñas.

En mis cartas y conversaciones me muestro solícito; he de orientarla y guiarla. Le doy avisos de padre Machaca: - Ten cuidado al cruzar las calles, que hay mucha circulación.

Durante mi vida sacerdotal no me funcionaba bien el estómago. Devolvía en ayunas jugos gástricos. Apenas le daba importancia. Pero en octubre del 68 me encontraba muy mal: dolores sordos e intensos me dejaban sin palabra. Al fin marché al médico y me diagnosticó úlcera de duodeno; con un régimen riguroso cabía la posibilidad de curación sin intervención quirúrgica. Me sometí. En unos meses perdí dieciséis kilos; llegué a setenta y seis.

El otoño se teñía de gris; compré una gabardina que me acompañó todo el invierno. Mi deseo principal era que nadie se enterase de mi condición antes de que yo la comunicara a la familia, cosa que retrasé hasta el límite. Pero el señor Eguíluz lo propaló a los cuatro vientos. Es propia de él la indiscreción. Parientes lejanos míos lo supieron por su boca antes que mi madre.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia 

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