Para obispos y todos los demás. LXXVIII DESPEDIDA DE LOROÑO

  La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

LXXVIII DESPEDIDA DE LOROÑO

EN LA ESCUELA, con los niños me lo pasaba muy bien. Aula soleada, caliente. Dentro de las paredes de clase creaba con aquellos pequeños ángeles un ambiente agradable de trabajo, que trascendió pronto a las familias, llenándome de prestigio. Allí me sentía sacerdote.

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Mi colegio

Los fines de semana marchaba a la parroquia. Se me hacía duro despegarme del todo. Cerca de Estella colocaba mi clergyman sobre la corbata, y el maestro de escuela quedaba de nuevo convertido en maestro de Israel.

En la ciudad celebraba Misa a mediodía de modo privado en la parroquia del Buen Pastor. Goyo me había facilitado la hora. La única persona asistente solía ser mi madre que me acompañaba a diario.

No quise iniciar el expediente de secularización antes de tener solucionado mi porvenir. Me parecía del todo imprudente lanzarme al mundo sin oficio ni beneficio. Había oído casos de compañeros que andaban sin rumbo, con trabajos eventuales; incluso algunos descargaban camiones. Yo no hubiera podido tolerar tal situación.

A primeros de noviembre escribí a Rufo Ayestarán, juez provisor del arzobispado de Pamplona, por indicación de don Miguel Sola a quien anteriormente había comunicado mi decisión. Me contestó con cierta simpatía: "No sabes cuánto siento tu tragedia personal, que la comprendo perfectamente; es un dolor perder como sacerdote a un hombre como tú, de buenas cualidades y bondad personal. Llegados a esta situación no podemos tener hacia vosotros más que sentimientos de profunda comprensión y amistad, y deseos de ayudaros en todo lo que podamos." En estas líneas percibí el único signo de alabanza por parte de los curiales en todos los días de mi clerecía. ¡La despedida de saber quedar bien, cuando me marchaba! ¡Oración fúnebre! Llevan estas líneas un poco de calor humano, aunque artificial. Baste leer la pluralización, cuando más se imponía la singularización. Todo rezuma cariñosa profesionalidad estereotipada. Lo de "tragedia personal" me pareció desproporcionado. A parte de todo, esa "tragedia" era causada por la misma jerarquía de la Iglesia, que con su rigidez se obstinaba en mantener una ley nefasta y en perder muchos sacerdotes excelentes. Me explicaba Rufo después los trámites que he de seguir: Instancia al Papa pidiéndole la dispensa de todas las obligaciones inherentes al sacerdocio, incluido el celibato.

Tenía que redactar una especie de currículum en el que apareciera toda la motivación personal para solicitar la dispensa. Escribí todo según se me exigía. Añadía al final: "Siento que la Iglesia pierda un sacerdote, pero si algún día cambia la legislación, pueden buscarme para el ministerio". ¡Qué ingenuidad la mía! "Tal vez cambie la legislación, pueden buscarme para el ejercicio", les decía. ¿Cómo se me pudo ocurrir que vengan a buscarme? Eso ya son palabras mayores; supondría no ya un cambio de legislación, sino un cambio de mentalidad tan evangélica que sería necesaria la presencia visible del mismo Jesús o un hombre revestido con las entrañas del mismo Cristo, Buen Pastor.

Envié a Angelines el borrador de todo a ver qué le parecía; después lo mandé a la curia. Lo más humillante es la segunda parte, la que me remitieron seis meses más tarde. Tenía que contestar por escrito a un cuestionario en el que se me exigía desnudarme del todo. He aquí los puntos: Examen judicial del actor: - Si se ratifica en la petición. - Si entró libremente al seminario. - Edad. - Motivos y solidez de la vocación. - Indole del actor y de sus padres. Estado de salud. - Qué estudios te gustan más. - Afectividad y sexualidad en cada época de la vida. - ¿Inclinación hacia la vida seglar? - ¿Conocías la ley del celibato? - ¿Experiencias y dificultades en la guarda de la castidad. - ¿Observabas los consejos del director espiritual? - ¿Qué dirías de la prudencia y solicitud de los formadores? - ¿Has sufrido coacción? - ¿Alegría en la ordenación? - ¿Qué ministerios has ejercido y cómo? - ¿Tienes algún título civil? - ¿Rezas el breviario, la Misa? - ¿Has cometido de sacerdote faltas externas contra la castidad? - ¿En qué manera han sido conocidas? - ¿Por qué deseas abandonar la vida eclesiástica?

Llamé por teléfono al secretario del cardenal para pedir audiencia. El eminentísimo tomó el aparato: - Sí. El sábado puedo recibirte a las 12. Y así fue la entrevista. Ten en cuenta que el paso es muy importante. ¿Lo has pensado bien? - Es algo madurado durante años. No obro a la ligera. Pronto llega el sábado. Así discurrió nuestra breve entrevista. Es la primera y última vez que estoy con Tabera. Comienza él: - Personalmente siento que un sacerdote dé este paso. - Más que nadie lo siento yo mismo. Se debe a la ley del celibato que a nada conduce. - El celibato es la joya de la Iglesia.- Podría serlo, pero no lo es. En realidad pocos creen en la castidad del clero en su conjunto. - Al abrir la puerta para que salga el que lo desee, se purifica esta joya de la Iglesia. - Le voy a hablar claro. Salimos unos pocos de los que tenemos problemas con el celibato. Y muchos marchamos con la cabeza bien alta; sin avergonzarnos de escándalos ni malos ejemplos. Habrá otros que se queden y... - Sí. Es una postura noble. - Usted como cardenal tiene en parte las riendas de la Iglesia. Yo le recomendaría que, vestido de simple cura, en lugares en que nadie le conozca, marchase por las casas de oración a dirigir tandas de ejercicios a sacerdotes. - Conozco el clero, y sé las dificultades con que tropieza. - En los años de ministerio he dirigido número suficiente de tandas clericales para inducir que son pocos los sacerdotes "liados"; muy pocos los sacerdotes que viven el celibato como auténtica liberación; para la mayoría es una carga que, en lugar de darle alas para volar, se las corta. Viviendo muchos en la doble vocación de sacerdotes casados, sería muy útil para la Iglesia.

Calló el jerarca. Pocos meses más tarde fue llamado a Roma para regentar la prefectura de la Congregación de Religiosos y del Culto Divino. En mi expediente actuó como notario mayor mi amigo Joaquín Barbarin. Me alegré. En lo económico partía yo de muy bajo; mis ahorros, a pesar de que no malgastaba el dinero, no llegaban a cien mil pesetas. Cantidad ridícula para comprar piso. Calculé que en mis doce años de sacerdocio el obispado había retenido de mi paga por segundos servicios, alrededor de doscientas cincuenta mil pesetas. Escribí al Vicario pidiendo no como limosna, sino en justicia lo que me habían sustraído. - Tenemos voluntad de ayudarte, me dice el Sr. Iraízoz, administrador. Pero ten en cuenta que no eres solo en la diócesis, hay muchos problemas. - No vengo a pedir limosna; quiero que se me devuelva lo que se me retuvo; lo necesito. - A los obispos el Estado les da una cantidad para que la administren. - No me satisface la argumentación, pero tendré que aceptar lo que se me dé. ¿Que otra cosa puedo hacer?

Días más tarde, recibía una transferencia de ochenta mil pesetas. Tendría que seguir ahorrando para disponer del dinero suficiente para la entrada de un piso. Dos domingos celebré misas en los pueblos después de iniciado el expediente. Me pareció que no podía continuar así más tiempo. Afortunadamente no me conminaron a salir. Recuerdo que en aquella ocasión marché solo. No me acompañó mi madre. Lo agradecí. Emilio y Ana Mari acudieron a Vitoria y permanecieron en mi casa. Pocos días antes les había dicho a ellos mi determinación. Tenía esperanza de que preparasen el campo para informar a mi madre, pero no se decidieron.

Dormí en Estella después de haber celebrado en los dos pueblos las misas vespertinas. Tomé el teléfono, y en aquella soledad, tranquilo, hablé largo con Angelines, desahogando la emoción que aquel día me embargaba. Dejé religiosamente sobre la mesilla el importe de la conferencia.

El día 22 de noviembre me despedí del ministerio sacerdotal. El ideal con el que había soñado en el seminario llegaba a su fin, tras doce años de pastorear pequeños rebaños. Pensaba yo que la gente no me apreciaba. Pero me equivoqué. Recuerdo que en el sermón último les decía una frase del Evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados". Pensaba que en cuanto se enterasen de mi decisión, las lenguas se echarían al aire. Terminada la Misa, en la que a duras penas pude contener las lágrimas, pasé a la sacristía. Entraron varias decenas de mujeres para despedirme y manifestar su agradecimiento. Aquello me emocionó; no lo esperaba. En el atrio me aguardaban los hombres y fui estrechando sus manos. La gente me quería más de lo que yo imaginaba. Solo marché en el coche, y todavía no he regresado al pueblo que recibió mis últimos cuidados sacerdotales.

Parecida fue la despedida de Eguiarte. El padre Lorenzo, monje cisterciense con el que me unía cierta amistad, entró a la sacristía para confesarse. Mi última absolución ha sido para un sacerdote amigo, igual que la primera.

Por la tarde visité en Arbulo a mi compañero de curso, Andrés Martínez, en función de arcipreste. Le entregué los libros y sellos de la parroquia. Preferí no descender a detalles en la conversación ni platearle todo mi problema. Anochecía. Una fina lluvia mojaba la carretera. Me quité por última vez el clergyman; nunca lo volveré a vestir.

La noche anterior a mi despedida pasé largo rato junto al Sagrario de mi parroquia, en última meditación ante Quien había escuchado durante aquellos años mis esperanzas y luchas, mis peticiones y adoración. En la parte derecha del Tabernáculo guardaba un libro en el que anotaba las intenciones de mis feligreses y las mías propias. Mi última inscripción fue ésta: "Dirige, Señor y Dios mío, en tu presencia mis pasos". Estoy seguro de que lo va haciendo. Allí quedó.

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Me ocurría a la inversa que a otros compañeros que habían dado el paso. Yo no quería desligarme de amigos y noticias de lo que durante veinticuatro años había sido la ilusión de mi vida y seguía siéndolo. Escribí muchas cartas. Apenas me contestaban. Me dirigí de una manera especial a José Ignacio, y el silencio más profundo fue su respuesta. Yo esperaba que me visitaran, que se preocuparan un poco de mí los amigos más íntimos... ¿Tan grande fue mi pecado cuando nadie se rebajaba a tratar conmigo? Sólo Goyo me visitó. Paco también vino una vez, y el padre Domingo. Yo sé que hubiera reaccionado de una manera muy distinta si ellos hubiesen vivido mis circunstancias. Llego a comprenderlos, pero fue muy duro para mí.

Aproveché para decirle a mi madre mi decisión el día de la fiesta del maestro, porque la acompañaría después todo el día y no la dejaría sola. Le supuso duro trauma sicológico. Había vivido con tanta intensidad mi ordenación... se había sacrificado tanto durante mi carrera...! Le recordé mis crisis, que algo conocía. Sospechaba algo, pero quería convencerse de que todo eran imaginaciones suyas.

Le ayudaron dos primas suyas, Bernarda y Vicenta, que vinieron a visitarla y desdramatizaron el acontecimiento. Una carta de la monja, tía Enriqueta también estaba a tono. Rezumaba respeto a mi persona.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia 

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             Mi blog: https://www.religiondigital.org/secularizados-_mistica_y_obispos/

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