Para obispos y todos los demás. L ORGANIZO MI PEQUEÑA PASTORAL y mi padre se despide para siempre

 La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

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ORGANIZO MI PEQUEÑA PASTORAL

Rual, Sarabia y Darle. Tres pueblos en los que debo depositar toda mi inquietud sacerdotal. Residía en el primero, el de mayor vecindad: veintidós La predicación, unidos los dos compañeros de cabildo, la enfocamos en la vivencia de la Santa Misa. Había que procurar que todos participaran activamente en la Eucaristía. Creo que tras varios meses de campaña, algo se consiguió.

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Es mi pueblo, mi pueblo, Señor

Me preocupaba la juventud. Ellos se habrían formulado el problema religioso, y probablemente no llegarían a darle solución. Adquirí el libro publicado por mi profesor de Teología Fundamental. Pensé que no habría mejor temática que la encaminada a razonar la fe. Durante más de un mes en invierno, en el aula escolar, nos reuníamos alrededor de veinte muchachos. Escuchaban con gran atención, aunque resultaba imposible suscitar al diálogo.

Algunas encuestas ayudaban a aclarar conceptos. El predicador y conferenciante lanza ideas, y pone el corazón en la palabra. Rara vez llega a enterarse el efecto que produce en quienes escuchan. Difícil la labor de los que evangelizan: ¿verán en este mundo alguna vez su fruto?

La escuela del maestro don Jacinto servía para todo: vacunas, concejos, clases de niños y niñas, cofradías. Allí explicaba yo religión a la docena de chavales que componían la matrícula. A conciencia preparaba mis catequesis con el manual de Daniel Llorente. Siete críos en Sarabia, ninguno en Darle. No existía la posibilidad de dividirlos por grados. A la explicación general todos estaban atentos.

No disponía de aparato proyector, ni de medios económicos para comprarlo. Mi hermano Pedro Angel elaboró uno de fabricación casera con las limitaciones propias de ello. Las tardes de los domingos apasionaban a los pequeños, cuando contemplaban las filminas en blanco y negro de temas religiosos. Para ellos se trataba de auténtico cine. Nunca habían visto cosa igual. Había que aprovechar las pocas horas de luz eléctrica. A medida que avanzaba la noche invernal, la escasa agua de la presa se agotaba, hasta dejar las lámparas con la intensidad de luz de un candil. En ese momento cada niño regresaba a su hogar. Yo permanecía en mi despacho. Al fin, la oscuridad se adueñaba por completo del recinto.

Mi sacerdocio recién estrenado gozaba de la intimidad con Jesús. Horas y horas transcurrían serenas junto al Sagrario de mi pequeña iglesia románica. Allí yo mismo había colocado a Cristo. Con El trataba mis proyectos y la ilusión de mi vida consagrada. Le pedía nominalmente por todos y cada uno de mis feligreses. Recordaba la vida del cura de Ars. El también se dedicaba a la oración para transformar su pueblo. Por las mañanas y por las tardes ocupaba la sede del confesonario unas horas para dar facilidad a los penitentes que quisieran acercarse. Siempre eran los mismos. Nunca aumentó la concurrencia, porque donde no hay personas, no pueden aparecer.

La lectura espiritual y el breviario los realizaba en este pequeño habitáculo. Visité a todas las familias del pueblo, interesándome por sus problemas. Cuando algún enfermo permanecía varios días en cama, lo acompañaba un rato todas las tardes. Una sola persona murió durante mi estancia allí. Los funerales se celebraban en la zona como en siglos pasados. Todavía no se habían suprimido las clases en las exequias. A veces nos reuníamos en el pueblo del óbito hasta trece sacerdotes. Durante toda la mañana se iban celebrando misas rezadas; a las doce tenía lugar el solemne funeral y el entierro. La familia había de procurar comida a los muchos invitados y al clero. Me daba vergüenza. Aquello parecía más una boda que un duelo. Los curas, una vez terminado el almuerzo, jugábamos a la baraja hasta la hora de regresar a los pueblos.

Afortunadamente han desaparecido estas costumbres. ¡Pobres familias que, al dolor de la separación de un ser querido, tenían que añadir el espectáculo de un clero y unos parientes lejanos disfrutando del buen comer! "El muerto al hoyo, y el vivo al bollo". Mi primer bautizo fue un niño de Rubra. Sólo recuerdo que le impuse el nombre de Jonás Luis. Una enferma, la mujer del pastor, padecía carbunco, terrible mal que logró superar. El médico había ordenado que tuvieran suma precaución; el peligro de contagio era algo real. Nadie se atrevía a acercarse a la señora. Solamente una anciana cuidaba de ella con verdadero amor. Me asombraba oír a la pastora quejarse precisamente de su enfermera, porque tomaba precauciones al quitarle las gasas.

Con Jesús Fernández me cambiaba para la confesión pascual y otras solemnidades. Era muy grato charlar con el amigo del seminario. En la primavera marché con él y otros compañeros al monasterio de la Oliva. Gozábamos en la unión grata en la paz de la campiña. Mi amigo me obsequio con un rosario de semillas, adquirido en el Císter. ¡Cuánto agradecí aquel detalle!

La Novena de la Gracia resultaba familiar. El castillo de Javier se erguía tras la vecina sierra de Leyre. A él se dirigen los mozos navarros el primer domingo de marzo en afán de fortaleza y de piedad viril. Los míos también acudieron, sin su párroco, que no podía abandonar la Misa dominical del resto de sus fieles.

MI PADRE HA MUERTO

FIESTA DE CRISTO REY. Camino por carreteras pedregosas durante toda la mañana, procurando en los tres pueblos de mi pastoreo ayudar a vivir la liturgia triunfante del día. Jornada llena de sol y colorido otoñal. Al regreso me dirijo a reponer mis fuerza decaídas. Es mediodía.

Me aguarda en la puerta Crescencio, el compañero amigo. - Tenemos que ir a Estella, me dice. Han avisado que tu padre se encuentra muy grave. - Mi padre no está mal. Mi padre ha muerto, le digo yo. La dolencia de corazón que sufre, siempre ha sido grave. Ha muerto de repente. - Así es. Procura dominarte ante los ojos de los que te rodean. Así me comunicó la noticia. Pocos meses atrás me llamó Don Simón Blasco, el gran médico de Estella, después de haber au scultado al que me transmitió la vida. Faltaban unas fechas para la ordenación. Me habló de "grave soplo al corazón". El, mi padre, no creía que su caso tuviera tanta importancia. - No le convienen emociones fuertes, me aconseja el Doctor.

Todos procuramos "quitar importancia" al doble acontecimiento de mi primera Misa y la boda de mi hermano. Vivió con paz y alegría serena las inolvidables jornadas. En gesto de compañerismo ejemplar, Crescencio, llevándome en su propia moto. Pocos kilómetros antes de llegar a Lorca, Paco, mi cuñado, y Emilio, salían a mi encuentro. Con ellos llegué a casa.

Mi madre me abrazó: - Hijo, hijo... Allí estaba él; quieto; con su pelo canoso y su rostro sereno, que la muerte no logró arrebatar. A la hora de levantarse para acudir a Misa, se ahogaba. Llamaron al médico. El decía: - Llamad al cura... Recibió la Unción y la absolución. Minutos más tarde, el soldado valiente de dos guerras y muchas guerrillas, se unió al ejercito de Cristo Rey, para gozar de la paz del Reino que no es de este mundo. Mucho quería yo y admiraba al autor de mis días. No acertaba a separarme de su lado. No me hubiese movido de allí. Mi llanto era sereno y confiado. Nunca más en este mundo volvería a verlo. El aguardará en la mansión del cielo, sin prisa, nuestro retorno. "Salí del Padre, y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre". Mientras contemplaba al oscurecer su cuerpo yerto, mi pensamiento caminaba con él por los senderos en que gozábamos juntos d la naturaleza. Sentí pena profunda de que su infancia y juventud hubieran sido tan desgraciadas, y su matrimonio tan precario en bienes económicos, a pesar de su trabajo continuo. Rogaba yo al Rey Universal: "Señor, acuérdate de él, ahora que estás en tu Reino." Guárdalo por siempre contigo. Noche triste aquella. Resultaba imposible cerrar los ojos, cuando los suyos no volverían a abrirse.

Mucho agradecí a los sacerdotes de Estella y demás personas que me acompañaron en los funerales. Mis amigos íntimos, ninguno llegó. Las distancias eran considerables, y no poseían medios de locomoción como hoy. Pugnaba en mí la angustia de la separación con la esperanza del futuro encuentro.

Tuve coraje. Yo mismo celebré las exequias. Mi voz temblaba. Mi alma lloraba. Todo mi ser invocaba al Señor, dueño de la vida. Acompañé el féretro hasta el cementerio. En un sepulcro prestado por familiares de Ana Mari, colocamos su cuerpo. Vestía de Guardia Civil: la ilusión de tantos años de su existencia. Se fue él sin hacer ruido; como sin darle importancia, sin avisar. La víspera marchó de caza. El no supondría nunca que la víspera de su muerte la dedicaría al deporte. Mi padre, Alfonso, nos dejó.

Una semana entera estuvimos comentando, apiñados en el hogar los hermanos y la madre, su vida y su muerte. No sabía cuidarse. No temía el trance más duro de todos. Sabía interpretar con humor hasta lo más dramático. Lo recuerdo en los últimos ocasos del verano sentado en el balconcillo del cuarto pequeño. Permanecía allí largo rato. Parecía meditar. Su imagen familiar había desaparecido. Queda su recuerdo que jamás se borrará. Mi madre no logró asimilar nunca el suceso. Cada día se la veía más deprimida. En pocas semanas se deshizo la familia. Sólo quedaron Angelito y ella.

Cuando unas semanas más tarde volví del pueblo, la convencí de que debiera distraerse. Pasaba demasiadas horas en la soledad del hogar vacío, sumida en la tristeza, y sin poder remediar la ausencia del que para siempre se fue. En Rual, todo el pueblo acudió a la casa parroquial para manifestarme su condolencia. Muchos me entregaban estipendios de misas, para sufragio de su alma.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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