San Juan de la Cruz, aprender de él

San Juan de la Cruz, aprender de él.

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San Juan de la Cruz

                     Hace ya veinte años leí la biografía de San Juan de la Cruz. Ha pasado mucho tiempo y la recuerdo con emoción. Es una de las que más han influido en mi vida. Era un hombre prudente, sereno, de gran mansedumbre. Además, su doctrina ortodoxa del todo. Su literatura mucho más sobria que la de Santa Teresa de Jesús. Sabe que nuestra mayor alegría es ver a Dios cara a cara. Esto le entusiasma. Durante toda su vida permanece en contacto íntimo con su Dios y Señor. Es el auténtico enamorado de Dios. Las cosas de este mundo las utiliza en tanto en cuanto le pueden ayudar a su fin.

                      Pero aquí viene lo bueno, aquel hombre lleno de tranquilidad y de paz, en algunos pasajes de su poesía parece que pierde los estribos. Da la impresión de enloquecer de amor. Y pone la muerte como medio necesario para llegar a su Dios.  Y exclama: “Descubre tu presencia - y máteme tu vista y hermosura; - mira que la dolencia - de amor, que no se cura, - sino con la presencia y la figura”.

                      Es evidente lo expuesto por el santo: nos dice de la hermosura de la muerte, del gozo de morir: ¡casi nada! Es el único puente para llegar a la contemplación eterna de la misma esencia de Dios.  Y añade después el santo un comentario en prosa: “No sólo una muerte apetecería, sino mil acrísimas muertes pasaría por ver la hermosura de Dios un momento…” Parece aquí perder ya toda prudencia humana, anegado de amor y deseo de ir al Señor.

                       Algo nos pasa a cuantos confesamos nuestra fe, si no llegamos por lo menos entender un poco las ansias de los santos por ver a Dios; el poco miedo a la muerte de ellos; la certeza de esperanza de encontrarse con el Señor. Por lo menos comprenderlos. No ampararnos en nuestra debilidad como excusa; que ellos también eran de la misma hechura que nosotros.

                     Vamos ahora a lo nuestro, a lo tuyo y a lo mío: Nos interesa el continuo amor a Dios, llegar al final de nuestra existencia con el alma purificada para entrar de inmediato a la contemplación eterna de nuestro Padre y Creador. Es vedad que somos muy débiles, que nos proponemos lo mismo miles de veces, pero luego nos desalentamos. ¡Una y otra vez!  Pero la eternidad no tiene fin. ¿Qué más da pasarlo un poco mejor o un poco peor?

José María Lorenzo Amelibia

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