Testimonio. La despedida de mis feligreses

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Testimonio. La despedida de mis feligreses

Dos domingos celebré misas en los pueblos después de iniciado el expediente. Me pareció que no podía continuar así más tiempo. Afortunadamente no me conminaron a salir.



Recuerdo que en aquella ocasión de mi despedida marché solo. No me acompañó mi madre. Dormí en Estella después de haber celebrado en los dos pueblos las misas vespertinas. Tomé el teléfono, y en aquella soledad, tranquilo, hablé largo con Angelines, desahogando la emoción que aquel día me embargaba. Dejé religiosamente sobre la mesilla el importe de la conferencia.

El día 22 de noviembre me despedí del ministerio sacerdotal. El ideal con el que había soñado en el seminario llegaba a su fin, tras doce años de pastorear pequeños rebaños. Pero seguiré siendo sacerdote durante toda mi vida. Lo he vivido y lo seguiré viviendo, porque la gracia dada por Dios nunca cesa. Para siempre.

Pensaba yo que la gente no me apreciaba. Pero me equivoqué. Recuerdo que en el sermón último les decía una frase del Evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados".

Terminada la Misa, en la que a duras penas pude contener las lágrimas, pasé a la sacristía. Entraron la mayor parte de las mujeres para despedirme y manifestarme su agradecimiento. Aquello me emocionó; no lo esperaba. En el atrio me aguardaban los hombres y fui estrechando sus manos. La gente me quería más de lo que yo imaginaba. Estos espontáneos homenajes, para mí son los auténticos. Solo marché en el coche, y tardé veinte años en visitar de nuevo el pueblo que recibió mis últimos cuidados sacerdotales.

Parecida fue la despedida de Rocín de las Viñas. El padre Lorenzo, monje cisterciense con el que me unía la amistad, entró a la sacristía para confesarse. Mi última absolución, para un sacerdote amigo.

Por la tarde visité en Arbeiza a mi compañero de curso, y director del colegio del Puy, Ignacio, en función de arcipreste. Le entregué los libros y sellos de la parroquia. Preferí no descender a detalles en la conversación ni plantearle todo mi problema. Sentía mucho la marginación del colegio; fue total y constante. Allí entraban casi todos los curas; para mí nunca hubo lugar para nada. Treinta años más tarde, este sacerdote, bueno y humilde, en una reunión de curso me alabó públicamente e incluso pidió disculpas por la omisión que cometió conmigo. Hoy lo considero como un gran amigo. Pocos son capaces de lo que fue Ignacio.

Anochecía. Una fina lluvia mojaba la carretera. Me quité por última vez el clergyman; nunca lo he vuelto a vestir.
La noche anterior a mi despedida pasé largo rato junto al Sagrario de mi parroquia, en última meditación ante Jesús; Él había escuchado durante aquellos años mis esperanzas y luchas, mis peticiones y adoración. En la parte derecha del Tabernáculo guardaba un libro con las intenciones de mis feligreses y las mías propias. Mi última inscripción fue ésta: "Dirige, Señor y Dios mío, en tu presencia mis pasos". Estoy seguro de que lo va haciendo. Allí quedó mi escrito, junto al Sagrario mi corazón.

José María Lorenzo Amelibia


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