Para obispos y todos los demás. XLV Se acerca el final: Subdiácono

 

Subtítulo: La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

XLV

Subdiácono

AL ACERCARSE cada ordenación ser repiten una serie de requisitos indispensables. La Iglesia hila en fino: exámenes, instancia, promulgata, visitas al pater y al rector, ejercicios espirituales y retiro.

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Subidácono

En esta ocasión descollaron los exámenes de Patrimonio. Fue el caso que suspendieron a tres compañeros. Uno de ellos Carmelo Borobia, hoy en la diócesis de Zaragoza desempeñando un puesto destacado. (1) Pocas humillaciones había en el Seminario mayores que no aprobar en estas circunstancias. Presidente del tribunal, Don Agustín Arbeloa. Cundió el malestar entre todos los compañeros, y se pensó en mandar una comisión de protesta al Rector. Mi amigo José Ignacio Dallo no podía ver una injusticia. El fue testigo del examen de Carmelo Borobia (1), y según su criterio merecía aprobar. Luchó con toda su alma por deshacer aquel entuerto. No recuerdo detalles de la reyerta dialéctica, si siquiera sé si ganó el pleito. Lo único que tengo en mi mente es el gesto altruista y noble del compañero, que en tiempos de verticalismo absolutista supo exponer al peligro su propia seguridad, para defender al hundido injustamente.

Don Nicolás Chocarro nos inició en el manejo del breviario. Parecía sencillo, pero tenía sus dificultades. ¡Don Nicolás! Hombre bueno, exacto, para quien la liturgia parecía consistir en una serie de ceremonias, escrupulosamente cumplidas. La obligación del oficio divino -bajo pecado mortal, según la moral en vigor nos acompañaría durante todos los días de nuestra vida. Hermoso y bello en sí, se convertiría con el correr de los años en carga rutinaria. Cuando estas líneas escribo son muchos los sacerdotes que no creen en una obligación tan grave y dejan esta oración con gran facilidad.

Las últimas vacaciones íntegras comenzaban. Mi amigo, Jesús Fernández, me acompaña a Estella, donde recoge un manteo para los días solemnes del subdiaconado. Marcho a Laguardia vestido de clérigo. ¡Qué pena que mi abuela no me vea! Hubiese disfrutado contemplando a su nieto, ya casi sacerdote.

Desde Laguardia, en mañana radiante de junio, me dirijo a Viñaspre por caminos polvorientos. El sol abrasa mis carnes mal defendidas de los rayos del sol justiciero. Parroquia pequeña la de mi amigo Bezares. Ya había construido en ella un centro - bar donde se cobijaba la juventud. No profundizamos demasiado en la realidad. Andrés soñaba con surcar los mares y ejercer su apostolado en la Misión de Los Ríos, en América del Sur. Comentamos gozosos nuestra peregrinación al santuario de Codés.

Pronto llegan los ejercicios espirituales del subdiaconado. El voto de castidad; el breviario; más cerca del altar; el paso definitivo. Miro todo esto como predilección del Señor que me ha elegido. La castidad no es algo negativo - así nos lo han afirmado repetidas veces - es un darse a Dios sin reservas, un darse a las almas. Quiero dar el paso firme; un paso hacia la santidad, hacia la unión con Dios. Vivir para Dios plenamente. Y para darme a Dios, tengo que desasirme de las cosas creadas. He llevado varios años el examen particular sobre la confianza en Dios. Por eso ahora he de entregarme a la mortificación, con examen durante varios años. Y escribía también en los ejercicios: Mañana subdiácono. Tengo ganas de ordenarme. Paso hoy el día como impaciente. Perdona, Señor, mi poca humildad. Deberá estar deseando retrasar, prepararme mejor. ¡Ayúdame, Señor, a cumplir mis obligaciones. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amar a Dios y a su Madre del Cielo.

21 JULIO 1957, SUBDIACONO

Amanece el día triunfal de mi entrega definitiva al Señor. Día de ilusión y de gozo. Día de mis desposorios con la Iglesia, de mi unión con Cristo, de mi entrega total a la causa del Señor. Sonaba en los altavoces el Aleluya de Haëndel. Un estremecimiento de emoción sube por mi alma. Me revisto de alba, cíngulo y amito superpuesto. Setenta somos los ordenandos, que hacemos coro al Sr. Arzobispo. Ocho y media de la mañana, y comienza la ceremonia solemne. Van desfilando los minoristas, luego nosotros. Me acerco decidido, pero con desconfianza en mí mismo. Tengo que confiar en el Señor. Doy el paso definitivo, simbólico, que me separa del mundo para siempre. Luego, las letanías de los santos, postrados todos en tierra. Me encontraba junto al altar de la Virgen del Santísimo. Me he emocionado hasta las lágrimas.

Pedía al Señor y a la Virgen que me ayudasen; que mi castidad no sea algo negativo, una mera abstención. Todo lo contrario: una entrega total a la causa de Dios y de las almas; enamorado por completo de Jesús en la Eucaristía, como los grandes santos. Ser austero en todo lo mío; mortificación que me ayude a desprenderme de adherencias y entregarme a Dios. Y sonaba la voz del Arzobispo en latín: "Que a estos elegidos te dignes, Señor, bendecirlos..." Hemos desfilado delante del Pontífice; nos ha entregado el cáliz con la patena; ya somos subdiáconos. Nos ha revestido después con el amito - castigo de la voz - el manípulo y la tunicela o dalmática. Recibimos a continuación el libro de las epístolas. Gracias, Señor, porque soy subdiácono.

Los del curso anterior han llegado al sacerdocio. ¡Somos los mayores del Seminario! Salgo alegre, revestido. Fuera aguardan mis familiares. No los esperaba. Han estado durante toda la ceremonia. Se emocionaban. Son las doce, y enseguida salimos para Estella. Por la tarde, al Puy; a presentarme a María. Que me ayude durante toda mi vida.

Oficio en la parroquia en la función de minerva con mis atributos de subdiácono. Termino el día feliz. Quisiera tener siempre la disposición de ánimo de hoy. Acabo mi primer día de breviario con el rezo de completas. Duermo tranquilo, pero estoy fatigado.

Aunque no lo consigno en mi diario, recuerdo perfectamente que la noche que precedía al subdiaconado dormí mal. Mi entusiasmo y afán místico de entrega eran inmensos. Mi preocupación con relación al celibato, enorme. ¿Sería capaz de vivir feliz mi soledad consagrada? Me lancé en el vacío; confié. ¡Quién me iba a decir entonces los cambios que iba a experimentar mi vida!

El 22 de julio, el día de mi cumpleaños del 57, fue el primer día de obligación de breviario, el rezo de las horas canónicas, que debíamos de rezar todos los ordenados "in sacris". Lo recité con gusto. Mi fiesta fue alegre y sencilla. Toda la jornada, en pura acción de gracias a Dios porque me creó y eligió como servidor. Y dentro de estos 12 meses siguientes, recibiré el diaconado y el sacerdocio. Quiero entregarme por completo a la causa de Cristo.

Fiesta de Santiago. Entoné por vez primera la epístola desde el púlpito derecho de San Juan. Era tal el apuro que sentía al cantar en público, que me temblaban las piernas. Casi me da risa el pensarlo, cuando ahora no siento absolutamente ningún apuro por estas cosas ¡Profunda emoción al purificar el cáliz, al encontrarme tan cerca de Jesús, casi tocándolo con mis manos! Durante aquella tarde permanecí mucho tiempo en la iglesia, junto a Jesús. Quiero enamorarme por completo de mi Dios, de mi amor. El me ofrece todo su ser, su cariño, su vida en la Eucaristía. Los enamorados aprovechan la tarde del domingo para estar con su amada, a gusto. y no lo consideran pérdida de tiempo. Yo también lo he de procurar. Jesús, hecho hombre por mí, bajo la figura de pan. Darme al Señor.

Aquel mes de agosto, a remolque, a la fuerza, participé en el Seminario de verano. Por última vez, afortunadamente. Aquellos benditos superiores creo que ni se daban cuenta del daño que nos causaban. ¡Claro, apretaron tanto la cuerda, que luego todo se quebró! El Sr. Sustateta trataba con amplitud el tema de moda: la liturgia. Y... damos por terminado el absurdo a que nos someten, eso sí, con buena voluntad, para que no falle ni una sola vocación.

La cuerda disciplinar, al estirarse demasiado, se rompió. Nosotros no lo conocimos. El Seminario entero, aquel seminario de Pamplona que por aquel entonces tenía un millar des seminaristas, fracasó una década más tarde a causa de unos cuantos sacerdotes modernistas que lo han tirado por la borda. Pero tenía que fracasar. La causa principal, la rigidez extrema a que llegó. "Nihil violentum permanet".

(1) Carmelo Borobia, en el momento de digitalizar esta "Historia de mi Vida", 29 de diciembre 1996, es obispo de Tarazona, después de haber ejercido como auxiliar de Zaragoza cuatro o cinco años, bajo el Arzobispo, su señor, Mons. Elías Yanes.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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