Para obispos y todos los demás. XLVI TERMINANDO LA CARRERRERA DE CURA: GRAN ILUSIÓN

 

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

XLVI TERMINANDO LA CARRERRERA DE CURA: GRAN ILUSIÓN

COMIENZA el último curso de la carrera. Mirando hacia atrás parece mentira. Cuántos soles, cuántas lunas, ¡cuánta agua ha corrido por el río! Hay que animarse y luchar contra la pereza. Es el último peldaño de la escalera; el último eslabón de la cadena. Ya no se volverá a repetir el traslado del baúl; el ordenar la ropa y los libros en el armario rústico. Muy cerca de la habitación que me enseñaba Don José Mª Azpíroz en el cursillo, está situada la mía. La adorno con esmero. Hasta doy cera en la tarima, y coloco unos cuadros, que me recuerdan la primavera.

Abro las hojas de la ventana. Debajo juegan unos niños. Probablemente habrán ingresado por vez primera a la Casa Grande. ¡Cuánto tendrán que trabajar para asomarse desde aquí! Parecía rutina casi todo: el comienzo del año académico; el discurso inaugural; el obispo que abre oficialmente la actividad docente. Se repite con exactitud todo el proceso necesario para la ordenación de diáconos. Lo nuevo, lo extraordinario de este año fue: todos los domingos, Paco y yo dirigíamos la Misa en las Escuelas de San Francisco. No querían los superiores darnos la libertad de repente. Un entrenamiento paulatino vendría muy bien, máxime si se unía con pequeñas labores pastorales. Por cierto, nos sirvió de válvula de escape por la tensión acumulada durante más de dos lustros. Mi amigo y yo, felices, enseñábamos a los niños los diversos objetos de culto. Entregábamos las hojas multicopiadas para que siguieran mejor la ceremonia eucarística. Ensayábamos cantos; animábamos a vivir con esperanza el tiempo de adviento. Don Justo, el director, estimulaba nuestro celo. El trabajo había concluido a las diez de la mañana. No teníamos obligación de volver al Caserón hasta la hora de comer. Tomábamos el desayuno en casa de los padres de mi amigo. ¡Verdadera caricia festiva! Toda la fiesta mañanera se coronaba participando en la sesión de cinefórum que los Escolapios proyectaban. Este paréntesis semanal dentro de la monotonía diaria, elevaba nuestro corazones y templaba nuestro sistema nervioso.

dia

Una gripe absurda infectó el Seminario. Dos centenares de niños claudicaban entre los latinos. No trató con piedad tampoco a los mayores. Los carritos del comedor rodaban por los pasillos de dormitorios y camarillas. Epidemia tan general no se conocía desde los años cuarenta. Los ejercicios espirituales hubieron de aplazarse por esta causa.

Mi voz de tenor segundo se oyó por toda la provincia. Seguramente que nunca volverá a escucharse. Privilegio de clérigo que, a pesar de no poseer timbre demasiado agradable, puede emitir su canto y ser percibido por los devotos pacientes.

Velasco, el padre espiritual, dirigió los últimos ejercicios ignacianos de mi carrera. Mucho trabajé. Así escribía: "Vivir la pureza. Una pureza fecunda y entregada al Señor, para unirme a El, sin que tenga lazos de carne que me dominen. Vivir entero para Dios y para las almas... Nunca protestar ni quejarme, ni hacer ambiente en contra de lo establecido. Si algo no me convence, acudir al superior." "Cristo me espera en el sacerdocio y no tengo que estancarme. He de estar entrenado para la gran carrera. Examen particular, sobre la mortificación. Cada vez que cometa una falta, penitencia inmediata. Jamás protestar por nada que me manden. Hacer lo que hago. Atención en clase. En estudio, ante todo estudiar. Hacer la vida agradable a los demás. Unión y amor a mis compañeros. Conversaciones, elevadas. Plan de meditaciones, los ejercicios, el Evangelio, la Eucaristía y los sábados, dedicarlos a la Virgen." Todos los días había de leer esto después de Prima. Mi exigencia en el aspecto ascético fue enorme durante toda la carrera. El retiro de diciembre - hoy resulta pintoresco - trató sobre las relaciones con los superiores; sin fijarnos en sus cualidades, que sería naturalismo. Ahora se me ocurre pensar: ¿algunos superiores no se aprovecharían de estas ideas para imponer su capricho? Porque el llegar a ser algo en aquella santa casa, no significaba necesariamente prudencia y santidad.

D I Á C O N O

"DESDE mañana podré tocar a Cristo con mis manos. Esto es enorme. Tengo que vivir una intimidad plena con El. Del todo. Fe y amor. ¡Ven Espíritu Santo! - clamo con frecuencia. Mañana lo voy a recibir de un modo especial." Así escribía la víspera del acontecimiento. Y de esta forma lo narraba un jornada después: - 21 de diciembre 1957. El diaconado. Ha llegado el día. para siempre: in aeternum. Alegría triunfal. Con el "Aleluya" de Haëndel nos levantamos gozosos. Me revisto con los ornamentos de subdiácono. Es la inversa de otras órdenes: no me emociono nada durante la procesión de entrada; permanezco relativamente frío orando al Señor durante el tiempo en que se celebran otras ordenaciones. Subimos las escaleras del presbiterio y nos postramos durante el canto de las letanías. Y llegan los instantes de honda emoción y consuelo. Voy a ser diácono para toda la eternidad. Siempre estaré sellado con este sacramento. El Arcediano va nombrándonos uno por uno. Mi amistad sincera, mi intimidad y fervor continuo, vigilante siempre ante el Sagrario. Señor, dentro de unos instantes voy a recibir al Dulce Huésped del alma. Quiero poseerlo siempre; que no sea el familiar aislado, sino el huésped feliz del hogar caliente, de la conversación íntima, del amor sincero. Señor, que viva los criterios sobrenaturales, mi vida toda bajo este prisma de belleza. Dentro de poco vas a obrar en mí cosas grandes. Y vamos subiendo despacio. El Pontífice nos impone su mano derecha - materia del sacramento. Al notarla sobre mi cabeza siento un estremecimiento interior; bajo del altar recogido profundamente; momentos de intensidad sobrenatural. Bulle mi alma en gratitud. Cristo, el gran amigo, se me da por completo. No sólo recibirlo, sino darlo a los demás. Distribuirlo como alimento. Salimos llenos de felicidad. Fotografías junto a la Virgen. Junto a ella toda mi vida.

A las dos de la tarde llego a casa. Abrazos y enhorabuenas. Poco después de comer acudo a la capilla del Servicio Doméstico. Expongo el Santísimo Sacramento por primera vez de mi vida. Me preparo con un rato de oración. Pienso en aquello que nos decía Conget: - Allí, al abrir la puertecilla, frente a frente con Jesús. Y la abro. Y me encuentro con El. ¡Qué dicha! Palpita mi corazón. El mismo que andaba por los campos de Palestina, cara a cara conmigo. La ilusión largos años soñada ha llegado a ser realidad. Adoro a Jesús Sacramentado, el Amor de los Amores. Cara a cara con Cristo. Jesús en mis propias manos; lo expongo en la Custodia resplandeciente. Y pienso y pido: dadme esa humildad de que estás lleno; a mí que sólo sé protestar; a mi que me molesta me manden otros. Me confundo. Termino el día ante Jesús Hostia en la Adoración Nocturna, también expuesto por mí. Sábado había de ser el día; regalo de la Virgen. He abierto al fin el querido Sagrario de mi parroquia de San Juan. - Y llega otro día grande. Administro, hoy domingo, por primera vez el Sacramento de la Eucaristía: los primeros en recibirlo son mi madre, mi padre y Emilio. Ellos me han dado mucho. Pero hoy yo les doy mucho más: a Jesús en la Comunión. Soy casi sacerdote. Como tal me reciben en las reuniones de Acción Católica, Hoac, catequesis. Con sumo interés escucho, pregunto, aporto alguna idea. En la Misa del Gallo canto el Evangelio. Quería hacerlo con el espíritu de San Francisco de Asís, precisamente en la Noche Buena. Y sigo durante todas las vacaciones distribuyendo el Cuerpo de Cristo. En un sólo día repartí más de mil comuniones. Llegó en aquellas vacaciones el año de gracia 1958. Con inmensa alegría y esperanza lo saludé. Durante él me uniría para siempre con el sacerdocio. Ignoraba entonces que también iban a dar comienzo, en aquel mismo año, las pruebas más dolorosas de mi existencia. Finalizadas las últimas vacaciones de Navidad, marché muy contento al Seminario, porque ya no volvería más a internarme en aquella Casa Grande. Y escribía así: - Debo realizar un esfuerzo serio. He de contemplar la vida humana de una manera más sobrenatural. Los fervores pasan. Estar siempre en pacífica tensión interior sea cual fuere mi situación íntima. Si no me entrego a Dios del todo, ni seré feliz, ni mi apostolado llegará a madurez.

Tensa, muy tensa he llevado siempre mi vida. Esta es la realidad. Así llega a romperse la cuerda. Lástima no haber sabido practicar una espiritualidad con más sosiego, un poco al estilo oriental. Mucho me molestaba entonces la inflación de prácticas de piedad. No me refiero, por supuesto, a la Eucaristía, ni al tiempo dedicado a la oración mental. Actos del primer viernes de cuaresma, todos ellos de un tirón: Exposición, estación, rosario, bendición, viacrucis, novena a Santo Tomás, cantos, oración imperada, sermón, miserere cantado, ángelus... Dos horas enteras empleábamos en aquel maratón de prácticas. Creo que el señor Laguardia sería el responsable. Como consecuencia me propuse desde entonces no cansar a las almas. Si uno tiene deseo de más, que lo practique en particular. No supieron educarnos en la libertad. Los frutos son tristes. Basta contemplar el panorama del clero. Al sentirse fuera del engranaje borreguil, muchos lo han dejado todo o casi todo; incluso la oración mental.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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