Para obispos y todos los demás. XLVII Terminado la carrera y en espera

 

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

XLVII Terminado la carrera y en espera

CON INMENSO FERVOR fueron transcurriendo los últimos meses de mi estancia. Me unía a Dios a través del rezo del Rosario en las filas. Mi piedad era auténtica.

El cargo de bedel en el Seminario confería cierta autoridad. Hoy le llaman delegado de curso y es elegido democráticamente por los alumnos. En el aspecto académico el representante de los condiscípulos ante el profesor era designado directamente por el rector del Seminario, "a dedo". Así fui nombrado yo. La misión la desempeñaría en clase de Teología Dogmática con don Jesús Lezáun. El asunto comenzó bien. Nuestro profesor había ganado por oposición una canonjía. Nos pareció que con este evento convenía homenajearle el primer día que entrara en clase. Se me ocurrió organizar la fiesta. Le regalamos un bonete con borla roja y cuatro cajas de palillos. Todo resultó con mucha sorna; el nuevo maestro inspiraba confianza. Tomando yo en mis manos el birrete, le digo con solemnidad: - "Ego te corono, canonice!" - Gracias, dice él, por los palillos. De verdad; los utilizaré a diario.

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El nuevo canónigo seguía un plan absurdo en la explicación y planificación de la materia. Se entretuvo desmesuradamente el Tratado de Deo Uno, y apenas saludó el bellísimo de Trinitate. El malestar cundía en el ánimo de las tres promociones que asistíamos al aula magna. Todos me pidieron que negociase con don Jesús. Muchas mañanas le esperaba yo en la puerta del aula. Siempre respondía con evasivas y palabras chistosas, pero no hacía ningún caso. Nosotros lo sentíamos. Nada se soluciona con buen humor en casos semejantes. Con su buen humor habitual decide que entre para examen lo explicado y lo no explicado. Ante tal práctiva, me acompañó José Ignacio Dallo. Lo envolvimos en razones y argumentos. Dallo desplegó su dialéctica irrefutable. Con calma y sonrisa nos escuchó Lezáun. Pero hizo después lo que quiso, es decir, exigir hasta el último párrafo. Luego pienso que no fue para tanto el drama. A fin de cuentas, hoy en las Universidades hacen algo parecido. Más desagradable es que a los dos nos bajó la nota por ser tan "guerreros", como él mismo lo dio entender.

El domingo es para mí un día de ensueño. Me preparo lo que voy a hablar a los niños al calorcillo del Sagrario, en íntima oración. Así he de hacerlo siempre. Y creo que lo cumplí a lo largo de mis años de ministerio.

Me acordaba mucho de Dios durante el día. "Pero no estoy satisfecho de mí mismo. Puedo más. Si cumpliera el deber con mayor generosidad, Dios se entregaría más de lleno a mí. Tengo a veces manifestaciones de ligereza, pero por dentro no lo soy; Dios lo sabe. Me canso. Lo mismo les ocurre a los ciclistas en la última etapa. ¡Es la decisiva! He de profundizar en mi interior. Me faltan tan sólo cien días para subir al Altar".

El día del Papa intervine en el salón de actos del Seminario. Estaban presentes todos los seminaristas, el Arzobispo, los superiores y el claustro en pleno. Mi cometido era la prolusión. Había que hablar durante cinco minutos en el ofrecimiento del acto. Lo dije con calor e ilusión, sintiendo cada una de las palabras. Pero sentí apuro, sí, porque no era lo mismo el aprender un rollo de memoria. Qué paz y tranquilidad me quedó después en el alma. La crónica, con mi nombre, apareció en la prensa al día siguiente.

Monseñor Vicuña nos habla de América. Su diócesis cuenta con veintisiete sacerdotes. Nos subyuga aquel hombre con su verbo cálido, con su simpatía de una vitalidad extraordinaria. Mucho le preguntamos. Tres cuartos de hora con él. Es terrible: aquí casi nos estorbamos unos a otros. Los obispos de aquí parecen medievales; saben guardar las distancias. Vicuña era todo llaneza y cordialidad. Resulta extraño que, hasta ahora, veinte años más tarde, no desciendan de sus pedestales los augustos prelados. ¿Cómo verán a Jesús del Evangelio? ¿Vestido de colorines? ¿En un despacho o trono recibiendo visitas?

Oficié de diácono en la misma Catedral, en la consagración de los óleos. José Luis Martínez Arizcuren llevaba el ánfora más pesada, la del óleo de los enfermos. El sería unos de los primeros que lo recibiría en su cuerpo. Diez días más tarde, se hallaba desahuciado; con enfermedad mortal de leucemia galopante. Comulgó en nuestra capilla. Se encontraba muy cansado y marchó al médico. Soñaba con el sacerdocio, pero se le escapó de las manos, sin que hubiera sido posible administrárselo, para que al menos pudiera celebrar su primera Misa. Nos quedamos como helados por la impresión. Lo recuerdo con su buen humor. Su risa contagiosa aumentaba el placer de reír. Buen seminarista; modelo de vida espiritual, según nos lo comunicó en plática posterior Don Carmelo Velasco.

¡He de aprovechar a tope estos meses que me faltan antes del sacerdocio! "El día cinco de abril me pongo gafas. Salgo del óptico con ellas puestas. Mis dioptrías, una y dos y media. Me parece la gente fea, llena de defectos faciales. Y la cabeza se me pone un tanto pesada. La visión clara me tiene que recordar la perspectiva digna en la vida espiritual." Intenté llevarlas siempre puestas. Sin embargo, nunca me acostumbraba, y las fui dejando. Todo lo postizo me molesta.

Comencé a anotar en un papelito -calendario, al igual que en otras ordenaciones, los obsequios que iba haciendo al Señor, como preparación inmediata del sacerdocio. Pocos días más tarde me examinaba de Teología moral. Paco y yo nos habíamos preparado maravillosamente en la "ciclostil" (multicopista). Allí permanecimos horas y horas repasando juntos las cuestiones de ética cristiana. El ambiente de pastoral y apostolado seguía con el mismo ímpetu que los cursos anteriores, acentuado por nuestra parte: la realidad se acercaba. Por aquel entonces comenzaban los cursillos de cristiandad. Eran como una máquina de conversión, de hacer santos. Parecía la panacea universal. Aparecían cristianos en serie. En tres días, una transformación completa, y el índice de perseverancia era elevado. ¿Se habría terminado la labor de orfebre de modelar individualidades exquisitas? ¿Volverían al Señor todos los negligentes y tibios?

Al atardecer nos reuníamos con el maestro de ceremonias y profesor de Liturgia, Don Nicolás Chocarro. La santa Misa exigía un aprendizaje minucioso. Con el corazón hirviendo de ilusión, hacíamos nuestros, todos los ritos sagrados. Dentro de ellos se iba a contener la alegría de nuestra vida; traer todas las mañanas a Jesús al mundo.

Pido consejo al padre espiritual para la ordenación. Escribo la instancia; antes de firmarla, rezo un avemaría con la jaculatoria, "Sagrado Corazón de Jesús en vos confío". Firmo de rodillas. En los brazos de Cristo y de María pongo mi sacerdocio.

Es el 25 de mayo. Marcho de víspera a Estella para la coronación canónica de la Virgen del Puy. La ciudad se encuentra adornada con primor, como en los ya lejanos años del Congreso Eucarístico. En la cumbre de los montes encienden hogueras en aquella noche santa, víspera del gran acontecimiento mariano. Bajaron la imagen de nuestra Señora a las nueve de la mañana; mientras tanto se cansaban mis brazos de repartir comuniones. ¡Inolvidable! El Nuncio Antoniutti ofició la ceremonia. Allí había hasta varios ministros de Franco. Yo actué de maestro de ceremonias. ¡Casi nada! Allí estuve en primera fila sin perderme ni un detalle. Se veían miles y miles de cabezas llenas de fe y amor a la Virgen. Fue emocionante el momento de la coronación. Antoniutti tomó el símbolo de la realeza, mientras unos aviones desde el cielo esparcían un lluvia de rosas sobre el altar y la muchedumbre. Todo eran aplausos y vivas. Y por la tarde, la procesión de regreso a la basílica, en aclamación continua de vivas a María y al Papa. Yo decía con fe: quiero poner mi sacerdocio junto a María.

Un mes más tarde contemplé en el noticiario "Nodo" el acontecimiento. En primer plano aparecí yo segundos antes de que el celebrante depositara la corona sobre la cabeza de la imagen. Daba gusto por dentro verse en la pantalla grande. Me sentía tan importante como en mis años infantiles cuando bajaba a Logroño con mis zapatos de patos. ¡Por qué poca cosa el espíritu humano toma conciencia de su categoría! Instinto profundamente natural el sentirse "alguien". Si lo olvidamos en el trato con los demás, fracasaremos.

Un cura de pueblo, Don León Lacasia, pretendía contagiarnos su afición a las abejas. Anciano, conocedor de la vida, había experimentado en sí mismo la inmensidad de las horas libres que soporta el clero rural. Las charlas de Don León servían de contrapunto a nuestras ilusiones idealistas. - Vais a tener casi todos un pueblecito muy pequeño. Las horas pasan lentas. Necesitáis una afición. - ¿No le parece que nuestros ratos libres deberían ser empleados en el Sagrario? - Buena idea, sí, pero todavía dispondréis de horas y horas. Podréis rezar, estudiar, leer. Como descanso de todo os ofrezco la apicultura. Un ocio productivo. La miel posee grandes propiedades energéticas e incluso terapéuticas. Aquel anciano presbítero, realista, trabajador, apuntaba sin advertirlo el gran escándalo de la Iglesia navarra de aquel tiempo: cientos de sacerdotes sin saber qué hacer; sin poder realizarse ; enterrados de por vida en un villorrio sin esperanzas ni perspectivas de salir. ¡Qué pozo ciego, si no se adquiere una vocación contemplativa eremítica! ¡Pobre clero rural! Un sarcasmo puede resultar para ellos la frase tan cacareada: "Celibato de por vida para una dedicación total al ministerio!"

¿Nos veríamos precisados a comprar unas colmenas, una cabra y unas gallinas? ¿Para eso renunciábamos al amor de una mujer? En la granja de la Diputación nos mostraron una serie de animales y plantas por iniciativa de nuestro anciano profesor ocasional. Rifaron una colmena para estimular la afición. Unas copas de champán calentaron los ánimos algo fríos. Se vislumbraba claro que en el ambiente de pueblo muchas de las teorías apostólicas resultarían papel mojado. La vida del sacerdote navarro necesitaba aficiones ajenas al ministerio. La mies no era mucha. Los operarios abundantes. La alternativa, salir a misiones. De lo contrario, resignarse a cuidar abejas, estudiar libros, aguardar la oportunidad de pastorear un rebaño crecido en la ciudad o en núcleos de población más densa.

Sin apenas advertirlo, se acercan las despedidas: de Gramática, de las clases, del Seminario... "Hoy, último día de clase; quizás en toda mi vida. La meta ha llegado. Ha terminado el período oficial de discencia. Y he sido el último del curso a quien han preguntado la lección. Me preguntado Don José Nagore, casi en plan de chunga. Esto se acabó. 4 de junio de 1958".

Al día siguiente organizaba yo la procesión del Corpus en Pamplona, junto con algunos sacerdotes. Los primeros entraban a las once y diez en la Catedral; los últimos a las doce. Veinte años más tarde, estas manifestaciones masivas de tipo religioso quedarían reducidas a la mínima expresión.

Nos habla el señor Arzobispo a los de cuarto: "Luces y sombras del sacerdote joven." Nos decía: - Si os toca una parroquia pequeña, nunca estéis ociosos. Combinar el trabajo espiritual y pastoral con el manual. Respetad a los sacerdotes mayores. Si no fuera por ellos, ¿estaríais vosotros aquí? ¡Cautela en el trato con las mujeres piadosas! Sed optimistas, no esperéis que vengan a vosotros, id...

El último sábado del curso acudimos al hall a despedirnos de la Virgen. Completas, cantos y más cantos. Por último, se me ocurre recitar la poesía del fajín que compuse como despedida de cuarto curso.

Cálices, casullas, recordatorios, esto llenaba el ambiente de los últimos días pasados en el seminario. "Desde hoy, soy sacerdote para toda la eternidad", así rezaban las estampitas que había mandado imprimir para la fiesta grande de mi ordenación. Temblaba de emoción ante aquellas realidades, ya a la vuelta de la esquina.

Mis padres y hermanos colaboraron para el regalo de mi primera Misa: un cáliz (2440 pts.), gótico, de plata sobredorada. A todos nos gustaba y lo admirábamos. Pronto mis manos lo elevarían con temblor emotivo. En él estará depositada la sangre de Cristo, y junto a ella, mis sufrimientos diarios.

Faltan cinco jornadas par terminar mi carrera y abandonar la Casa Grande, mi prisión dorada. ¡Idea feliz!: recortar una gigantesca mano de papel con cinco dedos. Cada mañana, después de Misa, rodeado de mis amigos, elimino un dedo, símbolo gozoso del día que ha caído. Celebramos festivamente el corte del último dedo. Ya no quedan más días. Lo que parecía imposible, llegó.

Y el 19 de junio, acabo mi carrera. ¡Gracias a Dios! Y la termino con un examen escrito de Derecho Parroquial.. Marcho a la capilla para agradecer a Dios tan gran beneficio. Lo celebro con un "Te Deum", y una conversación íntima con Jesús. Me veo en aquellos días en que por primera vez pisaba el Seminario, vestido de chaqueta verde - jaspeada... los años de crisis profundas... todo va pasando en aquella visita de amor agradecido.

El 13 de julio dan comienzo los ejercicios espirituales, último requisito para subir las gradas del Altar. Mala impresión: un director monótono, largo y aburrido. Y he de hacer un esfuerzo para sobreponerme. Me encuentro impotente, porque en mi vida he hecho muchos planes de santidad, pero ¡qué lejos todavía! Y lo de verdad importante es servir a Dios. Lo demás, secundario. Y tomo notas de aquellas meditaciones aburridas, porque las ideas siempre son buenas. En aquellos días me puse en contacto con Don José Mª Pérez para que me dirigiera después de llegar al sacerdocio. Pero, no sé por qué jamás llegó a efecto tal iniciativa. Y, ¡qué pena los superiores de entonces!, a él jamás se le ocurrió la iniciativa de escribirme para ver cómo iba su dirigido que nunca se dirigía. Así eran incluso los mejores superiores. Nunca lo he llegado a comprender, pero estarían ellos así formados. ¿Tal vez les sería imposible por falta de tiempo mayor solicitud?

Y nos visitó el Arzobispo con sus buenos consejos: - Respetar a los demás. Hacerse respetar. Cuidado con las tomaduras de pelo. - Saber callar. No criticar las posturas del superior aun sabiendo que no tenga razón. Tampoco hablar mal de los compañeros. - Saber aguardar. Prudencia; no precipitarse. - Cuidado con la originalidad y cosas raras. Paz en el alma. El día grande se acerca. Ven, ven, Señor, no tardes. Cuidé al detalle preparar la intenciones por las que iba a ofrecer la Primera Misa. Aquí las transcri bo:

INTENCIONES DE MI PRIMERA MISA:

- Que el nombre de Dios sea conocido y honrado por todo el mundo.

- Que Dios reine en la sociedad y en todas las almas.

- Mis padres, mis hermanos, todos los que me han ayudado en mi formación y vocación. Los superiores, y en particular: Don Pedro Alfaro, el párroco que me trajo al Seminario, el P. Aguinagalde y Don Carmelo Velasco, mis directores espirituales. D. José Mª Pérez, el prefecto amigo.

- Don Miguel Sola, mi párroco modelo. Don Mariano Laguardia, el rector de tantos años. Don Martín Larráyoz, el gran vicerrector. Don José Mª Garay, el cura que me bautizó. Don José Mª Conget, el prefecto que despertó a nuestro curso del letargo, y luego me guió en las vacaciones. Los profesores.

- Dña. Margarita Beruete, la catequista santa a la que debo gran parte de mi vocación.

- Mis amigos: Paco Macaya, José Ignacio Dallo, Jesús Fernández, Pedro Ibáñez, Joaquín Barbarin, Epifanio Echeverría, José Ramón Larrauri, Bezares, Angel Mari Sánchez de M. Pedro Mari Larrión con todos los amigos de mi niñez. El Seminario y los seminaristas.

- La Hoac. Las almas que me van a ser encomendadas. Mis enemigos y enemigos de la Iglesia.

- Acción de gracias por: haberme hecho cristiano; haber llegado al sacerdocio eterno; todos los beneficios recibidos en la carrera; el beneficio de la creación y redención; su gran gloria.

INTENCIONES PARA MI:

- Que nunca en la vida cometa pecado mortal.

- Que siempre tienda con ilusión a la perfección.

- Que entre de lleno con el espíritu de sacrificio. - Mi eterna salvación.

- Que sea siempre sencillo y humilde.

- Que mi entusiasmo por Cristo vaya en aumento.

- Que viva la castidad como algo positivo y que no esté triste en la lucha.

- Que nunca tenga complejos.

- Que siempre sepa comprender a los demás y a los jóvenes.

- Que ningún enfermo se me muera sin sacramentos.

- Que no tenga que negar a nadie la absolución por indispuesto, sino que me ilumines y des gracias para ayudarle a que se disponga.

- Que tenga virtud para no mostrarme enfadado con nadie y no dar malas respuestas.

- Que esté contento en el puesto que tú me quieres.

- Que la soledad no sea para mí un problema, sino que me sirva para estar contigo.

- Que me haga respetar y respete a los demás.

- Que ame a todos como hermanos en Cristo.

- Que no me acostumbre a celebrar la Misa ni a administrar sacramentos.

PARTE SATISFACTORIA:

- Mis cuatro abuelos. José Luis Martínez Arizcuren. Joaquín Marco. Luisa Amelibia. Clemente Mauleón. Señor, concédeme la vida eterna, junto con tus elegidos.

SALIDA DE EJERCICIOS:

- Mañana, sacerdote. Todo llega. Ayudo al señor Arzobispo a la consagración de los cálices. A la una, a Estella. Se prepara una fiesta solemnísima para la ordenación sacerdotal mía y de los compañeros Isaba y Larraínzar. Suenan cohetes y volteo general de campanas por la tarde. Estoy en gran plenitud. Ha llegado. Mañana, sacerdote par siempre. La ilusión de mi vida.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.

José María Lorenzo Amelibia


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