Para obispos y todo el que quiera XXXVII AL RITMO DE LOS DÍAS

La vida de un cristiano, sacerdote, padre y abuelo

 Testimonio humano - espiritual de un sacerdote casado.

Autobiografía.

XXXVII AL RITMO DE LOS DÍAS

LA DEMOCRACIA ya existía entre nosotros. Sólo entre nosotros, porque el sistema disciplinar era absolutamente vertical. Al comenzar el curso escolar, desde segundo de Filosofía, tenían lugar las elecciones de la junta del curso. En aquella ocasión no saqué ni un solo voto. Sufrí mucho: sólo dos o tres quedamos sin ningún voto. ¡Y pensar que otros años salía en la junta! Estaba claro: había perdido bastante en la estima de los compañeros. Lo ofrecí al Señor con un "gracias" generoso, aprendido en el libro de Tissot. ¡Verme cada día más cerca de Dios, aunque pierda la estima de los demás.

En un primer retiro del curso decía: "Tan sólo me ilusiona dar gloria a Dios. Que estos primeros días hayan sido un poco disipados, no es raro: todo era novedad, todo impresión. Ahora van a comenzar los días iguales. Ahora me voy a dedicar a Dios más de lleno, en medio del mundo de estudios y compañeros."

Grupos obreros cristianos

obre

Abundaba mi correspondencia con José Ramón Larrauri. El había marchado a Comillas junto con García Armendáriz y otros amigos. Me sentía orgulloso con la amistad de este joven simpático y de carácter sanguíneo. Los cuatro años que pasó en la Universidad Pontificia mantuvo contacto epistolar continuo conmigo. En el verano nos veíamos mucho. Hablaba mucho de temas espirituales, del Santo Padre Nieto, un verdadero santo que a todos "contagiaba". El ambiente se caldeaba más y más con los grupos de diversas ramas de apostolado que fuimos formando. Queríamos vivir desde nuestra clausura los problemas que más adelante encontraríamos en la actividad pastoral.

Yo me afilié a los grupos obreros: "Me han elegido tesorero para el grupo "Jesús obrero". A ver si despiertan en mí ideales de apostolado y santidad. Allí estaban tres amigos con fervor inigualable: Antonio Sagaseta de Ilurdoz, el ingeniero que se metió cura; Bernardo Maisterra, el impresor seminarista; José María Buzunáriz, el que llamaba la atención por su empuje, entrega y auténtica vida de piedad". De Josemari Buzunáriz tengo especial recuerdo. Era exquisito en su relación con Dios. Llevaba en el bolsillo superior de la bata gris un folleto lleno de frases que leía con devoción y meditaba en los trayectos de pasillo que recorríamos en silencio. El me enseñó aquel método sencillo de oración en cualquier momento: rumiar sentencias de la Biblia o de personas santas. Aquello ayudaba a centrarse del todo en la vida interior. Intercambiamos visitas con otros centros de formación sacerdotal. Ahora me viene a la memoria los encuentros con los estudiantes mayores capuchinos. Disfrutábamos con aquellas uniones de ambos cleros.

Un verdadero diluvio de iniciativas enardecía nuestro entusiasmo juvenil. La Unión Apostólica era una asociación con la finalidad de conservar el orden y el hábito de las prácticas fundamentales de piedad que mantienen el fervor del alma. Diariamente había que anotar el modo de esfuerzo en la Misa, Rosario, lectura espiritual. Por supuesto, todos nos inscribimos.

El Seminario de Vitoria era piloto en toda España. De él surgió la idea de agruparse en equipos de amistad sacerdotal. Su objetivo consistía en transformar la amistad natural en solidaridad apostólica y vida interior. Cuantos formaban un núcleo, más tarde marcharían juntos a la misma zona, vivirían bajo un mismo techo, de allí irradiarían su acción sacerdotal a los pueblos circundantes. La novedad parecía extraordinaria. La soledad se eliminaba. ¿Qué mejor garantía para estimularse que vivir unidos unos compañeros con los mismos deseos de santidad y apostolado?

Había que dar oficialidad a nuestra amistad. El problema radicaba en quiénes compondríamos el equipo. Por supuesto me hubiera gustado que José Ignacio Dallo estuviera dentro de él. No pudo ser. Tampoco otro compañero con el que mantenía muy buena relación entró en él: Epifanio Echerverría. Después de mucho cavilar, formamos parte del grupo: Paco Macaya, Jesús Fernández, Pedrito Ibáñez, Miguel Idoate y yo. Redactamos un pequeño reglamento de régimen interno, y todas las semanas nos reuníamos para tratar asuntos de vida espiritual: nos comunicábamos las impresiones de la lectura. Recuerdo que por entonces leía el librito: "El arte de aprovechar nuestras faltas", de Tissot. ¿Conseguiríamos, una vez en el ministerio, trabajar juntos? ¿Nos serviría de algo todo aquel plan de academias de apostolado? La devoción a la Virgen se acrecentó mucho. Con ocasión de celebrarse el año mariano, los padres espirituales lanzaron la campaña de la "esclavitud mariana". ¿Quién hablará hoy de esto? Casi todos nos ofrecíamos como siervos de la Gran Señora, María.

Logré soportar sin queja fuertes dolores de muelas. Varias tuvieron que extraerme. Lástima que en aquella época no cundiera la costumbre, por falta de medios económicos, de curar las caries. ¡Resulta tan enojosa la dentadura postiza!

Oficialmente soy mozo. Así escribía en mi diario. Recuerdo que de niño decía: nunca he de ser soldado; me meteré en un baúl y allí no me encontrarán. De todos modos hemos marchado muy a gusto a tallarnos. Para las diez ya estamos libres. He pesado 66 kilos y la talla, 1,72. Pecho 84 y respirando 89. Con Macaya almuerzo en su casa. Visitamos después la clase de párvulos de los escolapios. Una maravilla.

Publico en pequeñas entregas la verdadera historia de mi vida de cristiano, sacerdote, padre y abuelo. Por razones obvias son supuestos los nombres geográficos de mis lugares de adulto. A muchos puede interesar.


José María Lorenzo Amelibia


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