Mi amigo cuida a su esposa deprimida

Enfermos y debilidad

Mi amigo cuida a su esposa deprimida

 Hacía tiempo que no veía a mi amigo Teodoro (1). Lo encontré más delgado que de costumbre. Le pregunté por su salud. Él se encontraba bien. El problema era su esposa: había caído en una depresión profunda, y Teodoro era el único cuidador. Los hijos habían creado ya sus respectivas familias. Se desahogó conmigo a gusto aquel antiguo compañero de trabajo:

asasa

Está deprimida

- Lo malo que Catalina no admite mis consejos. Después de mucho insistirle, por fin acude al psiquiatra, pero a disgusto; sin ninguna ilusión por curar. Y cuando llega el momento de la consulta me acusa de que yo no hago nada por ella. Que sólo me preocupo de mí. Si ahora me ves paseando por aquí, antes he dejado a mi esposa en compañía de la señora de limpieza. Procuro que esté sola el menor tiempo posible. Hago cuanto puedo para que se distraiga, practique alguna tarea su afición; y la saco a pasear todos los días. Creo que sé comportarme.

  Charlamos a fondo sobre el problema. No veía mi amigo una solución inmediata. Pensaba que, dada la edad de su mujer, sería aquello ya permanente. No obstante, observé en él una moral muy alta. Le aconsejé que atendiera a su salud mental. Que, aunque los problemas psíquicos del familiar no son contagiosos en el sentido estricto, a la larga pueden minar nuestro equilibrio interior. Pero él me dijo con decisión: - No sé si me has oído contar alguna vez lo del tranvía. En los años antiguos, cuando los viajes entre barrios de la ciudad los hacíamos en este vehículo, recuerdo que yo, joven, me bamboleaba con el traqueteo, daba traspiés, casi me caía sobre los viajeros sentados. Un hombre mayor conocido me dijo: “Teodoro, agárrate a la barra de arriba, verás cómo guardas bien el equilibrio”. Así lo hice. Era una gran verdad práctica. Pero desde entonces lo aplico a mi vida interior. En mi juventud no conseguía guardar el equilibrio psíquico. Caminaba dando tumbos. Un día reflexioné en aquello de la barra superior del tranvía, y apliqué esta enseñanza a la trascendencia. Desde entonces voy agarrado “Arriba”, a Aquel de quien nos viene la fuerza.

  Quería yo consolar y animar a Teodoro, pero fui yo quien recibí aliento de su firmeza, de su actitud llena de fe y esperanza. Pienso que la lección de mi amigo puede servir a tantos y tantos que por circunstancias se ven obligados a atender de cerca a enfermos mentales o físicos. ¡Cuántos cuidadores no reciben más que incomprensión y reproche! No siempre es fácil ayudar a quien sufre. Con frecuencia nos encontramos con casos parecidos al de hoy. Será bueno que los cuidadores de vez en cuando puedan distraerse, que consigan turnarse en su quehacer con algún familiar o persona de buena voluntad. Pero lo que más garantía les dará es agarrarse “Arriba”, como el del tranvía, como mi amigo Teodoro.

José María Lorenzo Amelibia                                        

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