Qué decía Blasco Ibáñez Aquella inquisición de la España del siglo XVI

Crítica purificadora

Aquella inquisición de la España del siglo XVI

inqui

Tomamos unos párrafos del gran novelista español, Vicente Blasco Ibáñez; no tienen desperdicio. Y no lo hacemos con espíritu de laicismo, para refrenar el catolicismo: todo lo contrario; pretendemos purificar nuestra fe de todo cesaropapismo, exponer errores políticos anteriores con el fin de no volver a caer en la misma miseria.

Hago confesión de mi fe católica y con la gracia de Dios siempre sostendré que la Iglesia católica es la única verdadera, a pesar de la poca coherencia dogmática que a veces ha mostrado en su obrar.

Profundizamos en el siglo XVI. Nos viene bien para formarnos criterios. Fe, sí, había pero comprendiendo abusos que no podemos aprobar. Y por supuesto, no conformes con el Evangelio.   Inquisición doña Isabel con su fanatismo de hembra. La ciencia apaga su lámpara en la mezquita y la sinagoga, y oculta los libros en el convento cristiano, viendo que es llegada

la hora de rezar más que de leer. El pensamiento español se refugia en la sombra, tiembla de frío y soledad, y acaba por morir. Lo que resta de él se dedica a la poesía, a la comedia, a los escarceos teológicos. La ciencia es un camino que conduce a la hoguera.

Después sobreviene una nueva calamidad: la expulsión de los judíos hispánicos, tan compenetrados con el espíritu de este país, tan amantes de él, que aún hoy, después de cinco siglos, esparcidos por las riberas del Danubio.

  Muchos católicos soñaban con canonizar a Felipe Segundo por la crueldad fríacon que exterminaba a los herejes; el tal rey no tenía otro catolicismo que el suyo; era un heredero del cesarismo germánico, eterno martillo de los papas. Arrastrado por la soberbia, bordeaba continuamente el cisma y la herejía. Si no rompió con el Pontificado fue porque, temiendo éste que los soldados de España, que habían entrado dos veces en

Roma, se quedasen en ella para siempre, se allanaba a todas, sus imposiciones.

El padre y el hijo  derrocharon nuestra vida en sus planes, puramente personales, de resucitar el cesarismo de Carlomagno y hacer la religión católica a su gusto e Imagen. Hasta mataron a la antigua religiosidad española, tolerante y culta por su continuo roce con el mahometismo y el hebraísmo; aquella Iglesia hispánica, cuyo sacerdote vivía en paz dentro de las ciudades con el alfaquí y el rabino y que castigaba con penas morales a los que, por exceso de celo, turbaban el culto de los infieles. La intolerancia religiosa, que los historiadores extranjeros creen un producto espontáneo del suelo español, nos fue importado por el cesarismo germánico. Era el fraile alemán, que llegaba con su brutalidad devota y su locura teológica, no templada, como en España, por la cultura semita. Con su intransigencia provocaba la revolución de la Reforma en los países del Norte, y, arrojado de ellos, venía aquí a renovar en tierra nueva su incultura y su fanatismo. El terreno estaba bien preparado. Al morir las ciudades libres, aquellos municipios que eran republicanos, murió el pueblo.

Fue un período de barbarie, de estancamiento, mientras Europa se desenvolvía y progresaba. El pueblo que iba al frente de la civilización se quedó entre los últimos. 

 Los parajes de alguna feracidad no estaban ocupados por granjas, sino por conventos, y al borde de las escasas carreteras vivaqueaban las partidas de bandoleros, refugiándose, al versé perseguidos, en los monasterios, donde los apreciaban por su religiosidad y por las muchas misas que encargaban para sus almas pecadoras. La incultura era atroz. Los reyes estaban aconsejados por clérigos hasta en asuntos de guerra.

 El hambre entraba hasta en el palacio real,  Carlos Segundo, señor de España y de las Indias, no podía algunos días dar de comer a la servidumbre. El embajador de Inglaterra y el de Dinamarca tenían que salir con criados armados a buscar pan en las cercanías de Madrid. Y mientras tanto, los innumerables conventos, dueños de más de la mitad del país y únicos poseedores de la riqueza, mostraban su caridad repartiendo la sopa a aquellos que aún tenían tuerzas para ir a buscarla, y fundando hospicios y hospitales, donde la gente moría de miseria, pero segura de entrar en el cielo. En las ciudades no había más establecimientos prósperos y ricos que los conventos y los hospitales.

 Era el único fin de la existencia, y los españoles, pensando siempre en el Cielo, acababan por acostumbrarse a las miserias de la Tierra.  No dude  usted que el exceso de religiosidad mal entendida nos arruinó y estuvo próximo a matarnos como nación. Aun ahora arrastramos las consecuencias de esta enfermedad, que ha durado siglos...  (Citas de Vicente Blasco Ibáñez)

 Y termino con la frase que comenzaba esta crítica dura, pero sana y purificadora: Hago confesión de mi fe católica y con la gracia de Dios siempre sostendré que la Iglesia católica es la única verdadera, a pesar de la poca coherencia dogmática que a veces ha mostrado en su obrar.

José María Lorenzo Amelibia                                         Si quieres escribirme hazlo a: josemarilorenzo092@gmail.com              Mi blog: https://www.religiondigital.org/secularizados-_mistica_y_obispos/  Puedes solicitar mi amistad en Facebook https://www.facebook.com/josemari.lorenzoamelibia.3                                          Mi cuenta en Twitter: @JosemariLorenz2

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