Aunque no esté de moda la mortificación
Espiritualidad
| José María Lorenzo Amelibia
Aunque no esté de moda la mortificación
La mortificación es necesaria
Cuanto más se le da al cuerpo, más exige. Está comprobado. Por eso decía San Pablo: "Castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre". La carne tiende a dominar al espíritu. Sólo a fuerza de control, podremos vernos libres de esta esclavitud. ¡Pero cuánto cuesta decidirse!
La tierra es un destierro pasajero, pero luego nos gusta esta cárcel. Suspiramos por la Patria, pero luego decimos: "Ojalá tarde la otra". Es todo a causa del apego a las cosas del mundo y de la fe poco viva, bastante anémica.
Yo me acuerdo de aquella anécdota del Cura de Ars: un sacerdote se le quejaba de su parroquia siempre tibia. El santo le preguntaba a ver si oraba, dormía en el suelo, se disciplinaba... Claro, la respuesta fue negativa. - Cuando haga todo esto y sigan igual, tendrá derecho a quejarse.
A mí me llena de vergüenza el ver a estos santos tan mortificados y yo tan poco. Siempre hay materia para sacrificarse. Pero ¡cuánto cuesta! ¡Y qué necesario es! Por lo menos grabar en nuestra mente esta necesidad de limpieza interior. A veces me parece más fácil abrazarse al dolor tal y como Dios me lo envía que ir buscando, como en la juventud, los pequeños sacrificios.
Leía una vez: los santos habían llegado a preferir el dolor al placer; a concebir un horror instintivo a todo aquello que pudiera satisfacer sus gustos y comodidades. ¡Qué difícil disfrutar del placer sin que la adherencia a él de nuestro ser entero!
Muchas veces suelo mirar en mis meditaciones al comienzo de mi conversión. Aquello me sigue pareciendo maravilloso. La realidad es: muchos son los animados al principio, pero no muchos perseveran. Este suele ser nuestro grave problema. Haber comenzado y seguir luego de una manera tibia o perezosa.
San Pablo comenzó mal; pero luego acabó bien. Otros comienzan bien, pero terminan mal. Vamos a procurar perseverar nosotros en lo comenzado. Pero la solución práctica de todo es afianzarnos más y más en la mortificación. ¿Por qué he comenzado a aflojar? Porque he ido dejando la mortificación voluntaria y me he contentado con aceptar un poco a regañadientes los pequeños sacrificios de la vida. La experiencia me demuestra: los períodos de mortificación generosa han sido los de mayor fervor y entrega al Señor y a nuestro prójimo.
Dios es amigo de paz, sosiego, entrega serena. Por eso vamos a procurar no extralimitarnos en nada y a practicar con generosidad la mortificación como en los mejores tiempos. Mucho me va costando convencerme en la práctica de la necesidad de la renuncia y el sacrificio, para avanzar en la intimidad con Dios y en la virtud. Ahora me voy dando cuenta un poco del misterio del dolor. Aunque mucho nos esforcemos en evitar el sufrimiento, va a ser imposible y además contraproducente. Y no se trata de hacerse un masoquista. No. Es preciso ir sometiendo poco a poco el cuerpo a servidumbre.
Yo siempre recordaré el ejemplo de nuestro amigo José Ignacio. Como quien no quiere la cosa, nos hablaba como algo habitual en él elegir en numerosas ocasiones lo más desagradable o incómodo. Conviene habituarse de esto. Alimentación más frugal. Reducir al mínimo los días de "buena comida". Horas de sueño, las justas. Graduales privaciones e incomodidades. Y junto a esto, por supuesto, aceptar las molestias del tiempo, dolores casuales, enfermedades incómodas. Existe un campo grande a nuestro alcance. ¡Cuántas veces nos salen las cosas mal y nos lamentamos! Y es bueno aceptarlo con un" "Gracias, Señor."
Todo esto es tan sólo disposición por parte de nosotros hacia el Señor. Si Dios no viniera en nuestra ayuda, por mucho que nos esforcemos, nada conseguiríamos. Pero El acude. El nos premia incluso en este mundo. ¿Verdad que lo hemos experimentado en más de una ocasión? Vamos a seguir ofreciéndole al Señor nuestro esfuerzo y nuestros sacrificios voluntarios.
En la oración nos inspira el Señor muchas veces caminos de generosidad, de abnegación y mortificación. Y suele ser de manera paulatina. Conviene ir haciéndole caso y no resistirse. Unas veces se trata de quitar el uso del tabaco o del alcohol o los dulces. Otra realizar algo retrasado día tras día. Otras meternos en una obra de apostolado, que nos daba pereza o atender con cordialidad a una persona insistente. El nos regala con su intimidad. Nos da paz en el sufrimiento y una serena satisfacción en esta vida, si además aceptamos las penitencias que se nos ofrecen en ocasiones. Sus entrañas de Padre se conmueven ante el esfuerzo diario de sus hijos por hacer el bien y abrazarse poco a poco al sacrificio. Pero tampoco lo vamos a hacer para encontrarnos más felices, sino porque le amamos.
Y según vaya aumentando en nosotros el grado de intimidad con el Señor, crecerá también el poder de renuncia. Es un círculo sin fin. A veces nos sentimos sin fuerzas para la penitencia exterior. Casi decimos en nuestro fuero interno: imposible. ¿Cómo voy a ser santo?
Merece la pena sobre todo aceptar las penitencias impuestas por la vida y agradecerle a Dios. Y evitar todo lo molesto para el prójimo: los malos humores, arrebatos de ira; caprichos o impertinencias. Ahí queda un campo muy amplio para las penitencias. Por si esto fuera poco, todavía se puede ampliar el campo: evitar la pérdida de tiempo, la gula, la curiosidad... Si no avanzamos en la vida interior es porque nos falta un poco más de mortificación.
Le pido al Señor todos los días que me dé el espíritu de abnegación, como en los primeros años después de la conversión. Este el caballo de batalla de la vida espiritual. Lo leído hace mucho tiempo lo experimento cada vez con mayor claridad. La batalla de la mortificación es interminable. Algunas veces consigues extirpar un capricho o algo a lo que sentías mucho apego. Parecía, superado esto, nada sería óbice para tu entrega a Dios. Pero nace el hambre de otros placeres exteriores. Toda la vida trabajando.
Yo sólo encuentro una solución: la oración, la meditación, la paciencia y el no desalentarse echando todo a rodar. Por otra parte, la misma oración es fuente de mortificación porque la oración pasiva, la que envuelve de gozo el alma, dura muy poco y conviene seguir adelante aun sin ganas. En la oración, al menos en la mía, no abundan los días de Tabor ni tampoco las noches oscuras, sino la lucha contra la monotonía
José María Lorenzo Amelibia
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