La muerte física es apacible

Enfermos y Debilidad

La muerte física es apacible

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Durante nuestra niñez y primera juventud nos solían leer el acto de aceptación a la muerte todos los meses mientras el retiro espiritual. Te ponían el corazón en un puño. Te describían el momento del tránsito de este mundo como terrorífico; lleno de dolores, sudores, con el pelo que se erizaba en la cabeza. Quien escribía estas cosas, seguro que lo hacía de memoria, según su imaginación calenturienta. Seguro que nunca había asistido a nadie en los últimos momentos.

            Hemos de considerar con serenidad y paz el pensamiento de la muerte: recordamos el salmo 115 cuando dice: “Preciosa a los ojos del Señor la muerte la muerte de los justos”. Lo importante es vivir con el alma en gracia, en el amor a Dios. En general se teme más el final de la vida cuando se intuye todavía lejano. Por eso a la gente joven le impresiona mucho el fallecimiento de un conocido de su edad. ¡Oh entonces, pasan una temporada mala, pensando que es posible que a ellos les toque! Pero cuando llega la enfermedad grave y se da cuenta uno de que las fuerzas le fallan de que aquello se acaba, se suele acoger la muerte con más calma.

 Mi amigo, el capellán de hospital, me suele decir que ha visto morir a muchos, pero a muy pocos con angustia, la casi totalidad, muy tranquilos. La naturaleza se va apagando sin estridencias, como una vela cuando se termina de consumir. Es más los dolores fuertes suelen acaecer durante la enfermedad, pero no en los momentos del paso a la otra vida. Los sentidos se van apagando poco a poco, sin traumas, como al dormirnos. Y llega el sueño del que después no llega el despertar. En pocos casos, se reaniman para expirar unas horas más tarde.

 Algunos que han vuelto a la vida, cuando parecían ya muertos, nos dicen que en aquellos instantes no sintieron dolor, ni pena, ni alegría, ni molestias. En los últimos momentos el moribundo parece que reproduce en su mente lo que le sugieren los acompañantes. Por eso es tan importante decirle con suavidad actos de amor a Dios. “Señor te ofrezco mi vida, obras y trabajos. Te amo”.

            El alma que desea siempre amar a Dios, termina amándole más y más. Esto no lo vamos a olvidar. Es lo más importante. Vamos a decir con David en el salmo: “A Ti te entregué el corazón, a Ti te buscó mi alma. Alma mía, bendice al Señor y bendiga su santos nombre cuanto hay en mí”. Entregar a Dios el corazón, la vida, el alma: de Él lo recibimos, a Él lo devolvemos. ¡”Bendice alma mía al Señor”!

José María Lorenzo Amelibia

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