Los necesitados en la calle

Enfermos y debilidad

Los necesitados en la calle

Una tarde otoñal caminaba yo por una acera estrecha de ciudad. Pasaba mucha gente y nadie parecía advertir que un hombre yacía e el suelo, arrimado a la pared, sin ningún movimiento. Pensé enseguida que algo pasaba a aquella persona de mediana edad; me agaché, le moví un poco: ¿Está enfermo? – le pregunté. Él, sin mediar palabra, se levantó con rapidez, cogió un palo que escondía bajo su cuerpo, y lo levantó para golpearme. Hube de marchar con prisa, porque las intenciones del sujeto eran claras.

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Ayudar

Un murciano, de nombre Jerónimo, contaba: “Casi todos los días suelo desayunar en una cafetería cercana a mi trabajo. Una mujer se encuentra sentada sobre unos cartones, y suelo entregarle alguna moneda. El otro día, el golpe de calor de mi cara fue abrasador; pienso que estábamos a unos cuarenta grados. Centré mi atención en un grupo de personas que parecía observar algo tendido en el suelo. Al acercarme pude observar que era ella: desmayada, con los ojos abiertos mirando fijos al inmenso cielo azul. Éramos cinco o seis, todos absortos mirando fijamente a aquel cuerpo que yacía en medio de la acera. Sentí mi inmovilidad, mi miedo a acercarme a aquel ser que no vestía como yo. Tuvo que ser otro mendigo quien rompiera aquel cuadro. Se acercó a ella y con una botella derramó sobre su cara unas gotas de agua. Por fin reaccionó y el color de la vida inundó su rostro. Y nos dio las gracias. Nadie respondió, el círculo se disolvió y cada uno siguió su camino. Deseo limpiar el sentimiento que mancha mi conciencia. Quizás algo me he redimido contando esto”.

Se me hace difícil ante estos dos hechos tan distintos sentar cátedra a ver cómo conviene comportarse en casos semejantes. Por supuesto que sería cruel dejar a una persona tendida, sin atenderla, en un rincón. Por otra parte, también es prudente tomar alguna precaución. Hoy en día lo tenemos más fácil con los teléfonos móviles: uno u otro de los que pasan seguro que lleva en el bolsillo el pequeño aparato tan útil para semejantes circunstancias. No es difícil hacer una llamada al 112 para avisar, y mientras tanto, hablar a la persona tendida a ver si reacciona. Lo que no se puede es quedarse cruzado de brazos, con comentarios filosóficos como cuando veíamos aquella famosa telenovela “La cabina”. Es necesario romper esa especie de estupidez, ese no saber qué hacer, en circunstancias parecidas. El deber más elemental de amor a nuestros semejantes nos ha de espolear para ayudar. Siempre se nos ocurrirá algo útil, si nuestro cerebro está ya programado para echar una mano a nuestros semejantes.


José María Lorenzo Amelibia                                        

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