Un objetivo, un ideal en la vida

Un objetivo, un ideal en la vida

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Ideal

 En nuestra primera juventud, aquellos educadores en la fe nos ayudaron a vivir con un ideal: vuestra vida es para Cristo, ayudar y hacer el bien a los demás, entregarse… Y la verdad es que nos ha resultado beneficioso. En distintas ocasiones pregunté a mis antiguos alumnos qué iban a ser de mayores; una serie larga de profesiones y oficios fueron apareciendo en las encuestas; pero a ninguno se le ocurrió elegir la santidad como objetivo de su vida. Es difícil esta ilusión, y más en los tiempos que corren.

 Conocemos el testimonio de algunas personas en las que aseguraban su deseo de santidad ya desde niños: Teresita el Niño Jesús se lo propuso desde muy pequeña, y sufrió hasta que al fin consiguió entrar en el convento a los quince años. Bertila, también santa coetánea de la de Lisieux, eligió la santidad sin ningún género de duda. Cuando ingresó en el convento dijo a la superiora: “Soy una pobre cosa: enséñeme, quiero convertirme en santa”. Y nunca perdió este ideal, ni siquiera cuando tuvo que acudir de enfermera a la guerra. ¿Y el Padre Nieto? Repetía con frecuencia estas palabras: “Dios Padre me ha creado para que sea santo, el Hijo me ha redimido para yo sea santo, el Espíritu Santo habita en mí para hacerme santo: no moriré sin ser santo”. El ideal de santidad ayuda a nuestra naturaleza débil, tornadiza y caprichosa a salir con garbo de la mediocridad.

Sin un objetivo grande en nuestra vida somos como un barco sin timón, como la bici sin manillar. Marchamos dando bandazos, como muñecos de guiñol.  Cierto que el ideal no siempre garantiza el éxito; tampoco por el hecho de ser dueño de una bicicleta de carrera tenemos la certeza de ser campeones, pero es una buena circunstancia para el triunfar y sobre todo para llegar a la meta. Debemos recordar de vez en cuando el ideal que nos hemos propuesto, y pedir a Dios para no apartarnos de él, porque aunque “el espíritu está pronto, la carne es flaca”.

José María Lorenzo Amelibia  

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