El reino de Dios y los enfermos

Enfermos y Debilidad

El reino de Dios y los enfermos

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Misión y vida

             Desde niño me han impresionado algunas personas a quienes apreciaba como muy santas. No han sido muchas; tal vez no pasen de la media docena. Sobre todo me impactó un sacerdote, a quien conocía por su entrega a la causa del Evangelio. Gustaba él de repetir varias veces  seguidas esta petición del Padre Nuestro, que oída de sus labios, tomaba una fuerza sin igual: “Padre, santificado sea tu nombre; venga a nosotros  tu Reino”.

            Tuve la suerte de escucharle en una plática en la que, lleno de fervor, comentaba el sermón de Jesús en la Cena, y se expresaba de esta manera: “Ahora se hace presente el Reino de Dios en el mundo; el Padre va a glorificar a su Hijo”. Se le veía disfrutar cuando repetía despacio dos veces esta misma afirmación. Su rostro tornábase como de persona que no parecía de este mundo, al evocar las palabras del Evangelio de San Juan: “Padre, ha llegado la hora; Padre, glorifica a tu Hijo”. Yo en esos momentos creía que me encontraba en el monte de la Transfiguración. La voz de este hombre santo era suave y llena de convicción: “Vamos a ver a Jesús  anonadado, perseguido, entregado en manos de los verdugos. Y… ¡cómo se fía del Padre hasta el abismo de la muerte.

                 La verdad, querido enfermo, yo me quedé anonadado después de escuchar todo esto con gran atención; comprendo que son ideas que a primera vista pueden pasar sin que el lector advierta su enorme profundidad. ¡Cuántas veces había leído yo el Evangelio de San Juan y pasé sobre él como quien pisa ascuas! Desde entonces no puede ser igual. Ahora llego a entender algo de lo que antes nada comprendía. Ahora llego a ver del todo compatible el sufrimiento propio con el amor de Dios hacia mí, hacia ti y hacia todos cuantos sufrimos.

               ¿Entonces, qué? Solamente una solución cristiana: ¡Nuca desesperarse! Renunciar a mi revanchismo contra “el destino”; acoger con humildad los designios de Dios sobre mi persona, aunque no sean agradables; vivir con paz grande todo cuanto suponga renuncia, dolor o enfermedad, y arrojarnos en los brazos del Padre, con la seguridad total de que todo ha de terminar bien: en el triunfo glorioso de la Resurrección.

José María Lorenzo Amelibia

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