Los ricos tampoco son felices

Enfermos y Debilidad

Los ricos tampoco son felices

ricos

No son felices

          Una vez me encontré con un hombre de negocios, todo le salía bien; fue casual aquel saludo y entablamos una breve conversación. Vestía yo entonces los hábitos de la clerecía antigua: la clásica sotana que siempre causaba impresión y confería un prestigio notable. Aquel hombre se sinceró. Mire, Padre, me van bien mis negocios, no me puedo quejar; apenas me queda tiempo para pensar en cosas mayores, pero algunas veces me digo a mí mismo: “¡Cuánto mejor viven mis obreros el día a día! Y no digamos de quienes se entregan a los demás, como los misioneros. Yo apenas rezo, y me convendría hacerlo con más frecuencia…” Pronto se truncó aquella conversación interesante. Tenía prisa, nos despedimos y no volví a verlo más.

Ni ricos banqueros jubilados con varios millones de euros de sueldo anuales; ni poderosos políticos; nadie encuentra su descanso en las fortunas ni en el poder ni en el placer. Nadie halla su dicha plena en el alma, hasta no haber entrado en el Cielo, en la plena comunión y posesión de Dios, nuestro fin. Quien se esfuerza aquí por su vida espiritual siente una atracción irresistible hacia su centro, Dios, y se encuentra más dichoso.

 Soy consciente, mientras me hallo en la tierra Dios está en mí, en lo más profundo de mi ser; Él me conserva la vida, me mantiene en su gracia, me acompaña, Padre solícito, Él alivia mi debilidad de hombre, con Él soy fuerte y puedo perseverar. Me mira, me conduce, me alienta, me enseña a amar a mis semejantes. Pero la impotencia de mi cuerpo impide que le admire como me gustaría, en su hermosura total. Echo la mano al Kempis y leo: “¿Cómo se puede amar una vida llena de amarguras, sujeta a tantas miserias?” A pesar de todo, la amo; sí, Dios me manda quererla, Él me la ha dado, pero la amo muy por encima de lo que debiera, me agarro a ella como la hiedra al muro.

 Leía de un fraile carmelita, Juan de Jesús María: miraba con mucha fe la Sagrada Eucaristía en el memento de difuntos, y le pareció escuchar la voz de Dios que le decía: “¿Quieres que corra los velos?” Él contestó: “No, si no es para siempre”. Lo llego a entender de verdad, y me gustaría sentirlo yo también. Ojalá pudiera exclamar con el Apocalipsis: “Venid, Señor, que estoy esperando”. Así lo hacían los santos. Que al  menos nos dé santa envidia y no nos agarremos a este mundo con tanta fuerza.

 En nuestro silencio interior, en el fondo del alma, en la oscuridad de la fe, ¡vamos a mirar a nuestro Dios y a ofrecernos del todo, entregarle generosos la vida que nos ha dado para que cuando Él quiera la consume en la eternidad. ¡Oh la muerte de los santos! Aquellos muy jóvenes que sonrientes entregaban al Señor su alma en una muerte llamada prematura. “Tengo yo setenta, y me costaría”, decía, en cambio, una persona muy fervorosa, por cierto, pero que todavía se agarraba al presente. Los novicios de mi lectura, entregan al Señor su alma con gallarda alegría. Alegre ansia del alma por ver a Dios; así debiéramos ser todos también.

José María Lorenzo Amelibia

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