En la primera mitad del siglo XX hablaban mucho de vocación. En concreto de la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada. Recuerdo que el Sr. Laguardia, rector del seminario de Pamplona, nos dirigió varias charlas sobre la vocación al sacerdocio. Su tesis la tomó de un canónigo en boga entonces, cuyo nombre no recuerdo.

Vocación, no con B

Así formulaba la vocación al sacerdocio: “Cualidades, recta intención y llamada del obispo”. Nada se hablaba de la inclinación puesta por Dios en el alma del candidato. El acento se colocaba en esas tres palabras: a) Cualidades b) Recta intención c) Llamada del obispo. De una manera especial daba importancia a la llamada del obispo. Si no existía, no había vocación. Así de sencillo.

Los estudiantes nos indignábamos. Se podía dar el caso de que un seminarista no tenía vocación en una diócesis, pero si después encontraba un obispo que lo acogía, volvía a disfrutar de esa vocación.

Cuando sobran candidatos, se pueden defender ocurrencias peregrinas como la de nuestro rector.

La realidad es que para tener una vocación hace falta ante todo, sí, cualidades; y además una especie de inclinación interna por parte del candidato. Una exigencia de toda su persona hacia aquello hacia lo cual se siente llamado. Y en este sentido hay muchas vocaciones frustradas no solo con relación al sacerdocio, sino también hacia otras profesiones y ocupaciones. ¡Cuántos que, durante toda su vida, se encuentran como dislocados por no haber conseguido desempeñar su vocación, esa llamada íntima de toda su naturaleza hacia algo que iba a llenar su existencia terrena!