Somos una Carta de Cristo (I)

Dice San Pablo: “Vosotros sois una carta de Cristo escrita no con tinta sino con el Espíritu del Dios vivo. No en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones.” -2 Co 3,3-
Somos una carta de Cristo, que el Espíritu ha escrito, y que está dirigida a aquellos a los que se nos envía: Dios nos ha puesto en este momento de la historia, y en éste momento estamos llamados a cumplir nuestra misión: dejar leer la carta escrita en nuestros corazones.

Somos una carta escrita por el Espíritu en el corazón. Las tablas de Moisés estaban escritas en piedra, y sin embargo cuando él bajaba del monte, debía cubrirse la cara porque los hombres no estaban preparados para acoger tanto resplandor. Y esto en la Antigua Alianza.

Nuestra vocación no se puede comprender si no va acompañada de un celo apostólico, de celo y pasión por la salvación de la humanidad, de la preocupación por el sufrimiento y la liberación de las personas. La compasión y el celo o pasión por el Reino se encuentran en el centro de la vida de la Iglesia, en el centro de nuestra vida, y si faltan, nuestra misión se debilita, pierde vitalidad o se muere.

Esa compasión, y ese celo, es el que se irradia en nuestra vida, como Moisés. Y cabría la pregunta: ¿qué pasa que no irradiamos, que los religiosos no somos siempre, precisamente, la alegría de la huerta?

¿Qué pasa que no siempre la gente puede leer de forma diáfana esta carta?

Moisés fue al Sinaí, y bajó incandescente, llevando en sus manos las tablas de la ley, debiendo cubrirse el rostro para no cegar con su claridad al pueblo que le esperaba rebelde.

Jesús se llevó a los suyos al Tabor, y sus rostros se volvieron blancos y quedaron transfigurados, pero tuvieron que bajar porque todavía no había llegado la hora.

Nosotros, como Moisés, y como Pedro, Santiago y Juan, también hemos sido convocados, hemos hecho un camino de subida en la búsqueda del rostro de Dios, hemos acogido el don de la fe, y nos hemos puesto en camino, y como ellos, somos enviadas a anunciar lo que hemos “visto y oído” -1 Jn1,1-, lo que hemos contemplado, y a hacerlo desde un corazón ensanchado y universal, que a fuerza de contemplar a Dios, se vuelve misericordioso, acogedor, hospitalario..

¿Cómo llevar “este mensaje” de la misericordia y la ternura de nuestro Dios, a una sociedad secularizada, rica, que lo tiene todo, pero que en realidad no tiene nada o tiene muy poco? ¿Cómo llevar ese mensaje misericordioso de nuestro Dios a los que sufren y han desesperado en su dolor y ya no esperan nada? ¿Cómo llevarlo a una sociedad que a veces parece que ni tan siquiera necesita a Dios, o que se resiste al Evangelio?

Esa carta escrita por Dios, en la que la gente pueda leer un mensaje liberador, requiere un cultivo cotidiano de nuestra relación con Dios. Pero, ¡atención y cuidado!: “no se trata de ser más piadosos o de ser más fervorosos, ni tampoco de alimentar el sentimiento religioso multiplicando devociones. Eso puede ser –aunque nos parezca paradójico –la cultura de la post modernidad-, que suple con “rituales y cosas esotéricas” el compromiso profundo de la fe y el riesgo de la experiencia de Dios… que se queda en la superficie viviendo de sentimientos y emociones. La experiencia de Dios nos envía siempre y nos hace bajar del monte y exhibir la carta que se ha escrito para que la gente la pueda leer.

Muchas veces he pensado que ese también fue un error del pasado en el que se confundía la fe sólida y firme con el sentimiento religioso y con fervorines.

Se trata de vivir de las convicciones de la fe, construir sólidamente, más allá del fervor, porque la mayoría de las veces el invierno es crudo y no se ve, ni se siente más que frío y oscuridad, y hemos de reconocer que el “invierno” a veces se prolonga demasiado.
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