Pacheco




Pacheco era un joven algo díscolo e inestable. De pequeño asistió a la catequesis de sor Consuelo en la iglesia de San Pablo en Albera. Ahora hojeaba en la biblioteca libros de espiritualidad oriental, budismo, jainismo, taoísmo, buscando nuevos cauces.



Sor Consuelo era más lectora de lo que parecía. Aún acudía a veces a la vieja biblioteca en la que curioseó desde niña. Allí vio a Pacheco, se acercó y le dijo:

-¿Jainismo? Parece interesante.

-No creen en ningún Dios personal -dijo Pacheco-. Las cosas siguen su curso inexorable. Así se explica mejor el mal en el mundo y el hecho de que Dios muchas veces no responda a nuestras súplicas.

Sor Consuelo se cruzó de brazos, sonrió y dijo:

-La mejor imagen de nuestro sufrimiento es Cristo en la cruz. Los jainas se quedan un poquito fríos. A Dios Padre nadie lo conoce, Él no está para satisfacer nuestros caprichos.

Aquello hizo reflexionar a Pacheco. Al final, decidió sacar de la biblioteca un libro de Chesterton sobre el cristianismo, para leerlo en casa.
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