La perrita huérfana.

     El vecino Javier García había fallecido de repente a los 72 años y, en cuanto sor Consuelo se enteró, fue rauda a su casa. Siempre se necesitan manos para preparar el entierro y poner las cosas en orden, máxime porque García vivía solo.

     Aunque no solo del todo, pues sor Consuelo, las vecinas y los de la funeraria encontraron a una perrita loba gimiendo al lado del cuerpo de su dueño. Se llamaba Luna, según la etiqueta que llevaba al cuello. Y mientras los de la funeraria organizaban y las vecinas lo controlaban todo, sor Consuelo encontró en el aparador los papeles de Luna: tenía cinco años y pico, estaba vacunada y sana. Pero ahora se había quedado huérfana.

     Los de la funeraria vistieron el cuerpo de gala y trajeron la caja. Las vecinas se quedaron para el velatorio. A sor Consuelo no le importó que le pidieran que se hiciera cargo de la perrita, pues quizá había visto ya demasiados entierros y le apetecía tomar el aire.

     Al principio Luna no quería salir de la casa y separarse de su dueño. Era una perrita muy buena y fiel. Pero las cosas son como son y, un rato después, sor Consuelo paseaba con Luna camino del convento María Auxiliadora.

     Sor Amparo, la severa madre superiora, lo aceptó a regañadientes. Sor Consuelo cuidó a Luna como a una princesa en el patio del convento, hasta que le encontró una buena familia de Albera, con niños, que la adoptaron y la colmaron de atenciones en el futuro. 

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