La perrita tuerta.

     Esa dulce tarde de finales de invierno, sor Consuelo buscaba por las afueras de Albera a Chispa, la perrita tuerta, que se había escapado otra vez del patio de un vecino.

     -¡Chispi! ¡Chispi! ¿Dónde estás?

     Desde que nació, el infortunio parecía perseguir a Chispa. Para empezar, era tuerta, y nadie sabía muy bien por qué. De cachorrita, estuvo a los pies de un caballo más de una vez, a punto de morir aplastada. Perros grandes la atacaban por extrañarla. También los gatos. En otra ocasión se cayó de un muro alto y se revolvió dando chillidos.

     Sobrevivió de milagro. Estaba abandonada de todos. Ni siquiera su dueño se ocupaba de ella. Comía más por las limosnas de algunos vecinos.

     Nadie parecía quererla. Pero sor Consuelo la quería.

     -¿Chispi, dónde estás? ¡Chispa, ven aquí!

     La perrita tuerta se había vuelto a escapar del patio y no volvía.

     Un buen rato después, ya anocheciendo, sor Consuelo vio a Chispa de casualidad en la carretera. Se acercó a ella y la perrita se dejó coger, pues la conocía.

     La monjita se hizo cargo de chispa. La lavó, le dio de comer y la cuidó. Le buscó una buena familia con una casa confortable. Y la historia de Chispi tuvo final feliz. 

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