"Los demás nunca son lo que queremos que sean para nosotros" "Jesús está entre el cielo y la tierra, entre la carne y el espíritu, en una tensión que quiere hacer suyo un destino"

Estábamos en medio de una escena emotiva: el pan partido, el vino compartido, las palabras intensas. Pero ahora la luz del cenáculo se apaga. Todos salen. Afuera es de noche. El camino se abre en la oscuridad. Los discípulos siguen a Jesús. El paso se vuelve lento. El Evangelio no dice nada de sus pensamientos. Pero todo parece volverse más pesado, más oscuro.
Llegan a una finca llamada Getsemaní. Es un lugar con olivos. Entran, y es como si cruzaran un umbral que no admite retorno. Jesús se detiene. Les dice a los suyos: «Sentaos aquí, mientras yo oro». Se aleja. Pero se lleva consigo a tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son los más cercanos, los mismos de la Transfiguración. Pero ahora no hay luz. No es el momento de la gloria, y el tono cambia. ¿Por qué les pide a los tres que lo sigan si, en realidad, se aleja para estar solo? Porque necesita cercanía en su distancia abismal. Es como si pidiera ser visto, vigilado, en el momento más frágil, pero sin que sus amigos lo asalten con actitudes consoladoras y preguntas.

Jesús comienza a «sentir miedo y angustia», por eso. Nos lo dice Marcos (14, 32-43) al entrar sin reservas y sin pudor en el alma de Jesús, que por lo tanto no es dueño emocional de lo que está sucediendo. Esto es una revelación: el Maestro no es un jefe. Jesús se aleja. No demasiado. Lo suficiente para permanecer a la vista. Luego cae al suelo. No se arrodilla. Se deja caer. Su cuerpo se adhiere al suelo. Su oración se eleva desde el polvo: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz. Pero no como yo quiero, sino como tú quieres». Jesús no recita una fórmula. Expone un deseo y al mismo tiempo lo ofrece. Se entrega, aunque siente toda la resistencia de la rendición.
Luego se levanta y vuelve con los tres. Los encuentra dormidos. No soportan el peso de la noche. Jesús los despierta y llama a Pedro: «Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar ni siquiera una hora?». ¿Los acusa? Quizás está decepcionado. Luego dice: «Velad y orad para no caer en la tentación. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil». Jesús habla de la carne, de su debilidad, la que él está sintiendo ahora.
Jesús se aleja por segunda vez: ¿por qué ha vuelto para estar solo? Hay una necesidad profundamente humana de cercanía y, al mismo tiempo, una necesidad de oración que supera el contacto humano. Jesús está entre el cielo y la tierra, entre la carne y el espíritu, en una tensión que quiere hacer suyo un destino. Vuelve a orar, pues, y con las mismas palabras. Cuando regresa, encuentra a los suyos aún dormidos: «Sus ojos estaban cargados y no sabían qué responderle». Esta vez, la escena es muda. Entre Jesús y los suyos cae el silencio de una afectuosa incomprensión. El Maestro reconoce un límite en la relación con sus discípulos y amigos: los demás nunca son lo que queremos que sean para nosotros. Acepta el silencio. Vuelve por tercera vez a orar. El Evangelio no nos transmite las palabras esta vez, solo el gesto.
Luego regresa. Los mira y estalla el drama. Dice: «¡Dormid y descansad!». ¿Cómo lo dice? ¿Qué quiere decir? ¿Quiere tranquilizarlos? ¿O es irónico y comprende que ya no hay nada que hacer con ellos? «¡Basta!», grita luego. Y luego, seco: «Ha llegado la hora: he aquí que el Hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores». Por último: «Levantaos, vamos. Mirad, el que me traiciona está cerca». No sabemos cómo escucharon los discípulos sus palabras contradictorias: «¡Dormid!» y luego «¡Levantaos!». No es una exhortación contradictoria: es la expresión de una soledad absoluta. Jesús va al encuentro de su destino. Porque está llegando.
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