"Jesús no se esconde, no huye, no se resiste con la fuerza. Se ofrece. Se entrega" "El beso de Judas es una instantánea en la piel de Dios"

Beso de Judas
Beso de Judas

Jesús seguía hablando. El hilo del discurso se estaba desarrollando cuando se interrumpe bruscamente. Llega Judas. Irrumpe en escena. Con él, una multitud con espadas y palos. Las palabras de Jesús quedan ahogadas por los violentos movimientos de la gente «enviada por los jefes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos». Marcos olvida el nombre del discípulo que irrumpe. Para él, ahora solo es «el traidor».

Les había dado una señal convenida, diciendo: «Aquel a quien yo bese, ése es; prendedle y llevadle bajo buena guardia». Marcos exagera: ¿de verdad el traidor habrá aconsejado una buena guardia? Y nos revela el truco por adelantado para explicar la acción que lleva a cabo. Debe quedar claro al lector del relato que la culpa de ese miserable es premeditada.

En cuanto llega ante él, el traidor se acerca. Hay un instante, pues, en el que Jesús y el traidor se miran, uno frente al otro. Y no pasa nada. La suspensión se disipa. Ese miserable dice mecánicamente «Rabí». Ha estudiado el papel, quizá incluso el tono: dulzón, aturdido, falso. Y lo besa. Lo besa. Lo besa. Lo besa.

Beso de Judas

Ese beso es una instantánea en la piel de Dios. No hay traición sin intimidad. No se puede traicionar si no ha habido alguna forma de cercanía, de amor, de confianza. Los labios de Judas aún están en la mejilla cuando Jesús siente las manos de los demás sobre él para arrestarlo. Los labios y las manos están sobre él: sí, la verdadera traición siempre requiere intimidad. La verdadera traición debe ser física. La traición ideal e intelectual es solo un capricho.

«Aquellos» le ponen las manos encima y lo arrestan. La multitud no tiene rostro, no puede besar. Las manos agarran a Jesús, lo zarandean, lo separan de su espacio, de su tiempo, de los suyos. Es un gesto rápido, brutal, que marca una separación entre dos espacios, el de la amistad y el de la brutalidad. Pero esta separación se llena inmediatamente: el odio penetra en el corazón de los discípulos y «uno de los presentes», dice Marcos, quitándole el nombre y el rostro, saca la espada, golpea al siervo del sumo sacerdote y le corta la oreja.

¿Quién era? Marcos no nos lo dice. ¿Por qué estaba armado? No lo sabemos. Es un gesto impulsivo, violento, desesperado. Pero no es el camino de Jesús. Él toma la palabra y desmonta la escena: «¿Como a un ladrón venís a prenderme con espadas y palos? Todos los días estaba con vosotros en el templo enseñando, y no me arrestasteis». No es una defensa, es una acusación susurrada con la dignidad de la verdad.

Jesús no se esconde, no huye, no se resiste con la fuerza. Se ofrece. Se entrega: «¡Que se cumplan las Escrituras!», dice. Proyecta su destino en un destino más elevado, en un designio que por el momento sigue siendo incomprensible. Su historia personal cede ante la fuerza de este destino. Y la resonancia es la huida de todos: todos lo abandonan y huyen. Todos. Nadie lo defiende, nadie lo consuela, nadie se queda. Solo el silencio. Sus agresores están allí, pero es como si hubieran desaparecido de la escena.

Vemos a Jesús traicionado, atado, solo. Sin embargo, lo seguía un muchacho, que solo llevaba una sábana. En el corazón de esta tragedia se ve un fantasma blanco que atraviesa la noche. Es un detalle inesperado, surrealista, absurdo. Y también él es agarrado. Pero es joven, rápido: la mano que lo agarra se queda enganchada en la sábana. Marcos se da cuenta: el chico huye, desnudo. El movimiento convulsivo de este pasaje se mueve entre un beso y una huida. La anatomía de la noche está completa y todo se nos escapa. El lector se queda con una sábana blanca en la mano y el horror de una oreja cortada que mancha las manos de sangre.

Volver arriba