"Entre Francisco y León hay un hilo que no se rompe" En tiempos de fragilidad global: Francisco y León XIV las dos inquietudes

"El de Bergoglio ha sido un pontificado de frutos, pero sobre todo de semillas, con su propia excepcionalidad franciscana"
"Francisco ha dejado un método: el discernimiento espiritual"
"Su gobierno de la Iglesia nunca ha estado guiado por ideas preconcebidas, sino por un instinto y una lectura profunda de la realidad, a través de la mirada de un pastor inmerso en el pueblo"
"Su episcopado en Chiclayo fue un laboratorio de presencia evangélica concreta, que hoy vuelve a manifestarse en sus gestos y en sus palabras"
"Su gobierno de la Iglesia nunca ha estado guiado por ideas preconcebidas, sino por un instinto y una lectura profunda de la realidad, a través de la mirada de un pastor inmerso en el pueblo"
"Su episcopado en Chiclayo fue un laboratorio de presencia evangélica concreta, que hoy vuelve a manifestarse en sus gestos y en sus palabras"
(Osservatore romano).- El testigo que pasa de un pontificado a otro no está hecho solo de palabras y gestos, sino sobre todo de visiones que se difuminan unas sobre otras, proyectadas por la misma fe. ¿Cuál ha sido el punto de contacto del testigo en el paso de Francisco a León? ¿Cuáles son las visiones que se han difuminado unas en otras? Lo entenderemos a medida que avance el camino de la Iglesia en el mundo. Basta pensar en lo decisiva que ha sido para Francisco la palabra «atracción» («el cristianismo crece por atracción», decía Ratzinger).
Entre Benedicto y Francisco, el testigo había sido claro: «Los retos de los rápidos cambios y los retos de las cuestiones de gran importancia para la vida de la fe», como dijo el propio Benedicto al despedirse. Bergoglio tradujo estos retos en una «sana inquietud», la única «que da paz», imprimiendo un movimiento ondulatorio y convulsivo, lento pero constante y franciscano, a la vida de la Iglesia.

Y «inquietudine» es la palabra que Francisco recomendó el 28 de agosto de 2013 en una formidable homilía al entonces padre Prevost, general de la Orden de San Agustín, y a su capítulo reunido en su iglesia de Campo Marzio.Si hay una palabra que puede resumir sintéticamente el paso del testigo entre Francisco y León, es precisamente «inquietudine», que León XIV retomó en sus primeras palabras como pontífice, casi como para sellar una profunda continuidad espiritual.
El de Bergoglio ha sido un pontificado de frutos, pero sobre todo de semillas, con su propia excepcionalidad franciscana. El valor y los efectos de su legado se verificarán con el tiempo, se medirán con la prueba de la historia y no con los blogs. Sobre todo, ha dejado un método: el discernimiento espiritual.
Su gobierno de la Iglesia nunca ha estado guiado por ideas preconcebidas, sino por un instinto y una lectura profunda de la realidad, a través de la mirada de un pastor inmerso en el pueblo. Francisco siempre ha considerado a la Iglesia como una institución, pero siempre ha afirmado que lo que la hace tal es el Espíritu Santo, que «provoca desorden con los carismas, pero en ese desorden crea armonía».
Por lo tanto, Bergoglio consideraba la institución eclesial como una armonía —no un simple y muy humano equilibrio— que se forma constantemente a partir del desorden de la diversidad y los contrastes. Mantuvo activa la inquietud entre los carismas y las instituciones, consciente de que la Iglesia es «pueblo peregrino y evangelizador», una realidad que siempre excede toda forma. Él lo llamaba el desbordamiento, el desbordarse de Dios.

A quienes temían que el «desorden» fuera peligroso, el entonces cardenal Prevost dijo en 2024 en una parroquia agustiniana de Illinois: «Francisco no tiene miedo de agitar un poco el barco, de agitar las cosas. Y cuando lo hace, hay personas que se sienten incómodas. Todos tenemos personalidades diferentes y todos tenemos formas diferentes de querer mantener el barco en calma y decir: por favor, no sacudas el barco, por favor, no lo hagas. Y Francisco dice: «Todo irá bien». Le gusta el Evangelio en el que Jesús parece dormir en la barca y los discípulos están presa del pánico y dicen: «¿Por qué duermes, estamos a punto de morir?». Y Jesús sabe muy bien lo que está pasando, pero les deja sacudirse».
Prevost había comprendido perfectamente la inquietud evangélica de Bergoglio. Francisco tenía una pasión radical por la verdad, hasta el punto de temer la predicación de «cosas verdaderas» dichas sin el «espíritu de la verdad». Su sutileza al respecto era mística, típica del corazón inquieto que discierne yendo más allá de las apariencias. Por eso Francisco rechazó toda tentación ideológica, incluso en las reformas más radicales. Su gobierno fue un ejercicio espiritual continuo.
Francisco luchó contra la introversión eclesial, y León, citándolo, lo reiteró: «La Iglesia es constitutivamente extrovertida», y «la autorreferencialidad apaga el fuego del espíritu misionero». Es más, con una expresión fulminante, Prevost añadió: «El pueblo de Dios es más numeroso de lo que vemos. ¡No definamos sus límites!».
La visión ombliguista se vence también gracias a la inquietud de las diferencias. Su llamamiento a la unidad de la Iglesia no nace de una lógica de control, uniformidad o temor, sino más bien de una necesidad evangélica: la de «caminar juntos». La sinodalidad, para León, es una forma de caridad: el intento continuo de escucharse, incluso en las diferencias.

Las palabras de Francisco en el Sínodo de 2015 siguen siendo memorables: «Más allá de las cuestiones dogmáticas bien definidas por el Magisterio de la Iglesia, hemos visto también que lo que parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi un escándalo —¡casi! — para el obispo de otro continente; lo que se considera una violación de un derecho en una sociedad, puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es libertad de conciencia, para otros puede ser solo confusión».
Por lo tanto, el verdadero discernimiento no se realiza entre ideas, sino dentro de la historia. Y aquí es donde las manos de los pontífices se entrelazan sin saberlo cuando León, en la misma parroquia de Illinois, dijo: «Lo que puede ser importante en la Iglesia de los Estados Unidos puede no serlo en absoluto en Corea del Sur. Y debemos recordar también esto, lo que he dicho antes sobre ser parte de la Iglesia universal, mientras buscamos formas de ser Iglesia juntos».
Como Papa, habló de la «convivencia de las diversidades». La unidad es el fruto maduro del camino. Y por eso hay que defenderla no con el rigor de la ideología, sino con la paciencia de la caridad. Y Prevost también sabe que hay que caminar con «los que recorren otros caminos religiosos, con los que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y hombres de buena voluntad».
La inquietud siempre vuelve en sus diversas formas. Las tensiones inquietantes que atraviesan la Iglesia global —entre sensibilidades, culturas, teologías— no deben aplastarse, sino acogerse como signo de catolicidad. Lo importante es que se expresen, como decía Francisco al comienzo del Sínodo de 2014: hay que «decir todo lo que en el Señor se siente que hay que decir: sin respeto humano, sin temor. Y, al mismo tiempo, hay que escuchar con humildad y acoger con corazón abierto lo que dicen los hermanos. Con estas dos actitudes se ejerce la sinodalidad».

Por eso —continuaba— «os pido, por favor, estas actitudes de hermanos en el Señor: hablar con parresía y escuchar con humildad. Y hacedlo con mucha tranquilidad y paz, porque el Sínodo se celebra siempre cum Petro et sub Petro, y la presencia del Papa es garantía para todos y custodia de la fe». El pontífice se convierte en garante de la custodia y, al mismo tiempo, de la posibilidad misma de la «parresía».
Bergoglio quiso a Prevost primero como obispo y luego como prefecto del Dicasterio para los Obispos. Lo eligió también porque es un hombre de mundo: con raíces europeas, estadounidense de nacimiento, peruano por elección y misión, ha vivido entre los campesinos de los Andes, escuchando el grito de los pobres y aprendiendo la mística de la cercanía. Su episcopado en Chiclayo fue un laboratorio de presencia evangélica concreta, que hoy vuelve a manifestarse en sus gestos y en sus palabras.
Su espiritualidad agustiniana se manifiesta en su capacidad para unir interioridad y misión, inquietud y caridad. Lo sabe sobre todo por su experiencia como superior general de su orden religiosa, los agustinos, que se enfrentan a tensiones y diferencias incluso entre sus comunidades del Perú y, por supuesto, del mundo. Las primeras palabras del papa Prevost son de Agustín. Cita el famoso pasaje: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano», reiterando que la verdadera autoridad eclesial nace del compartir, no de la separación.
Su idea de autoridad es desarmada, alejada de toda forma de superioridad. Afirmó: «No hay que esconderse detrás de una idea de autoridad que hoy ya no tiene sentido». A este tema dedicó su tesis doctoral en 1987, por lo que es un tema que le es muy querido. En este sentido, retomó el enfoque eclesiológico de Francisco, que había denunciado las contraposiciones trilladas entre conservadores y progresistas como una trampa paralizante.

En su primer discurso, León repitió la expresión «desarmada y desarmante», que también se puede aplicar a la Iglesia, que no esgrime el poder como arma, sino que se deja herir por la historia, porque «ser de Dios nos une a la tierra». Una Iglesia que asume los peligros de su tiempo, que no busca la tranquilidad, sino la fidelidad. Y que se compromete con la paz sin protagonismos, poniéndose a disposición, huyendo de «una comunicación estruendosa, muscular», y buscando «más bien una comunicación capaz de escuchar».
León, como Francisco, quiere una Iglesia «samaritana» —como dijo en una audiencia general—, un hospital de campaña en un «mundo herido». León sabe bien que su aceptación del ministerio petrino era exponerse al choque del tiempo y de la historia. Por eso se opone a la visión de la fe como baluarte identitario o político. Ha reaccionado con decisión a la instrumentalización del ordo amoris de Agustín por parte de cierta retórica populista, reafirmando que la verdadera tradición es la que permanece fiel a la caridad.
Y por eso, en plena continuidad con Francisco, la suya es una diplomacia de puentes. La llamada telefónica de Putin se reconecta con el paciente tejido de relaciones que Francisco ha tejido desde su encuentro con el embajador ruso al comienzo del conflicto, y los contactos que siempre se han mantenido abiertos con el patriarcado.
En un momento en que la confianza en las instituciones está en crisis, León XIV se presenta como un hombre de escucha y diálogo. Francisco, en su exhortación apostólica Laudate Deum, escribió que el mundo se está «desmoronando» y se acerca «a un punto de ruptura». Un diagnóstico que no es apocalíptico, sino profético. La Iglesia debe ser el lugar donde se mantiene unido lo que se desmorona, debe ser el laboratorio de la reconciliación, debe ofrecer una presencia que no se encierra en la nostalgia del pasado.

León retoma este escenario y lo asume como vocación. El corazón inquieto de Agustín —que no descansa hasta que descansa en Dios— se convierte para él en el paradigma del creyente contemporáneo: no el que «posee» la verdad, sino el que la busca incesantemente, en la historia y con la historia. Y en esta perspectiva, también hay que releer la Doctrina Social de la Iglesia: «no quiere levantar la bandera de la posesión de la verdad», dijo León, sino enseñar «a acercarse», a habitar las preguntas.
Prevost no es, pues, un Papa que propone recetas, sino un pastor que invita a echar las redes de la fe allí donde se multiplican las preguntas. Lo ha dicho claramente: cada generación tiene sus problemas, sus sueños, sus desafíos. Y solo «mirando lejos» se puede captar lo que el Espíritu está sugiriendo. León XIV no se presenta como un «líder solitario», como afirmó desde el principio. Más bien encarna la figura que él mismo definió como «fermento para un mundo reconciliado». En él queda clara la rechazo de toda visión elitista de la Iglesia, la de «nuestros pequeños grupos», que se sienten superiores al mundo.
En tiempos de fragilidad global y desencanto generalizado, la Iglesia que León XIV comienza a guiar está llamada a dar un testimonio humilde pero firme. León es un hombre que sabe recoger la inquietud de su tiempo y convertirla en forma de su propio servicio. La carrera ya ha comenzado. Y la inquietud —la sana, evangélica, fecunda— sigue impulsando los pasos de la Iglesia. Porque «confirmar en la fe» no tiene nada que ver con el simple, humano y temeroso «tranquilizar», sino que tiene más bien que ver con la apertura del inquietum cor nostrum a Dios que obra en el mundo y en la comunidad eclesial.
Entre Francisco y León hay un hilo que no se rompe. Es el de la continuidad en el ministerio petrino, y es también el hilo de una fe que no se conforma. Que busca. Que se deja tocar. Que no se cierra. Es el hilo invisible que —como escribía Chesterton— hace sentir el twitch upon the thread, ese estremecimiento a lo largo del hilo que sacude a la Iglesia y la empuja a continuar su carrera.
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